El almuerzo se sirvió una sala de madera que daba al jardín. La luz de mediodía atravesaba los ventanales y convertía el polvo en oro suspendido. Dante mandó a decorarlo todo para los invitados. Un tatami impecable, mesas bajas de laca, cuencos de porcelana con una rama de pino pintada a mano; el olor del arroz avinagrado y del pescado curado se mezclaba con la nota ascética del té verde.
Dante entró, impecable, las manos muy limpias y el gesto calculado. A su lado, Svetlana: vestido oscuro sin adornos, el cabello recogido en una nuca que prometía acero, los dedos sin joyas salvo el anillo de bodas que, en ella, parecía un sello. Los japoneses ya esperaban. Hitoshi al centro, inmóvil como una puerta de templo. El komon a su derecha, ojos de escriba y espalda recta. Y, un paso atrás, el wakagashira: hombros anchos, la cicatriz en la mejilla izquierda como una línea que alguien se negó a borrar.
—Oyabun Hitoshi, wakagashira, komon —anunció Dante, con la claridad de quien no teme ser cit