El amanecer se abrió como una cuchillada fina sobre la villa. El rocío hacía brillar la grava del patio y, antes de que el primer pájaro cantara, ya había movimiento: puertas que se cerraban sin ruido, radios en susurro, maletas discretas deslizándose como sombras. Rocco supervisaba el corredor norte con la mandíbula apretada; Elías confirmaba por el canal mudo que el perímetro estaba “limpio, pero despierto”.
Dante salió al zaguán con el abrigo al hombro. Había dormido dos horas, si acaso, pero tenía la mirada clara de quien no puede permitirse el lujo de parpadear. Saludó con un gesto breve al komon y a los hombres de Hitoshi. Los japoneses se movían con una disciplina que parecía música sin violines: cada maleta tenía su dueño, cada silencio, su lugar.
—Señores —dijo Dante, abriendo la mano hacia la escalinata—. El vehículo principal los llevará directo a la plataforma. Dos coches delante, dos detrás. Antena inhibidora en el primero, blindaje total en el segundo. No habrá paradas.