El resto de la villa murmuraba lejos: pasos contenidos, radios apagadas a tiempo, porcelana contra porcelana en bandejas que no se atrevían a tintinear. Allí, en cambio, olía a lino limpio, a piel tibia y a té de jazmín olvidado en la mesita. El reloj del muro respiraba hondo entre cada segundo, como si le costara creer que la noche, al fin, había cedido.
Svetlana entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama. Tenía el cabello recogido a medias, con mechones sueltos que le rozaban la clavícula. Unos segundos después, entró Dante.
Él cerró con un gesto suave. Traía el abrigo abierto, la camisa sin una gota de desorden, el cuello apenas húmedo del rocío de los pasillos. En el dorso de la mano derecha le quedaba, casi invisible, un borde carmesí: tinta secándose en surcos de piel.
—¿Y bien? —preguntó ella, sin rodeos, con la voz que él obedecía más que a cualquier decreto.
Dante cruzó la habitación despacio. No la besó primero; le tomó la mano y la llevó a sus labios, una cari