Svetlana estaba de pie junto a la ventana, la espalda recta como un mástil. La luz le dibujaba un perfil duro en la cara. Tenía puesta una chaqueta sobria, las manos aún con el frío del exterior en los nudillos. Cuando habló, su voz no tembló.
—No quiero balaceras ni explosiones —dijo—. No necesito ruido ni espectáculos. Solo quiero a mi hija de vuelta.
Dante, en su butaca, frunció el ceño con la obstinación de quien piensa que la calma es el único antídoto.
—Amor, por favor, piensalo bien. No creo que ir a sacarla a la fuerza sea lo mejor —dijo él.
—El reloj avanza, Dante. Cada día que pasa, es un día más que nuesta hija está expuesta a una muerte inminente. Si tu no tienes la valentía de hacerlo, lo haré yo —habló ella con obstinación
—Amor mío, entiende que no es cuestion de valentía, sino de sensatez. Si hubieras ido conmigo a Tokio y hubieras visto lo que yo, entenderías porque no quiero poner en riesgo a Erika. Vi algo en ese muchacho, en Takeshi, que me hizo recordar a...
—¿Nik