La puerta se abrió sin anuncio. Erika, sentada en el alféizar ancho como un banco, giró la cabeza con el ceño fruncido. Esperó. Nadie entró. El pasillo del otro lado respiraba un silencio controlado, ese silencio que no es ausencia, sino disciplina.
Pasaron un par de minutos. El aire olía a madera de hinoki y a té que alguien había dejado enfriar en alguna parte. Erika resbaló de la ventana, dejó que el vestido estilo kimono le lamiera los tobillos y caminó hacia la puerta abierta con prudencia de animal que conoce las trampas. Asomó la cabeza y vio dos hombres de traje, plantados a ambos lados como columnas. Miraban al frente, a una altura que era la misma siempre, como si sus pupilas obedecieran a un reglamento.
—El señor la espera abajo, en el comedor —dijo el de la izquierda, sin altanería, sin calor. Un enunciado.
Erika frunció el ceño. No preguntó “¿qué señor?”, no se dio el lujo del sarcasmo. Tomó aire y salió. Los hombres no se movieron para escoltarla; bastó un gesto en direc