La puerta se cerró a su espalda. El perfume de Takeshi todavía flotaba en el aire: madera ahumada, cítrico seco, algo terroso. A Erika le subió una oleada de rabia solo por reconocerlo.
Caminó sin rumbo un par de pasos, como midiendo la celda con el cuerpo. La habitación respiraba con la regularidad de un animal dormido: el zumbido tenue del aire, el parpadeo mínimo de un led en el panel de seguridad, el cristal polarizado que devolvía su silueta como una sombra obediente. No fue a la cama. Se dejó caer al suelo, espalda contra la pared, las rodillas hacia el pecho, los dedos entrelazados con fuerza para que los temblores no se notaran. Sentir la madera fría en los omóplatos la ancló. Inspiró. Exhaló. Otra vez.
No podía ganar con fuerza. No podía huir. La única arma era su cabeza.
«Si él quiere jugar, yo también jugaré.»
No llorar. No gritar. No romper nada. Observar. Estudiar. Desgastar desde adentro sin que lo viera venir. Convertir cada gesto de él en dato. Convertir la casa en un