Era casi medianoche cuando Takeshi avanzaba por el pasillo que conducía a su habitación. La casa estaba en silencio, pero él llevaba aún en la piel el ruido de la reunión: voces, miradas medidas, reverencias que eran obediencia o veneno, según se supiera mirar. Había hombres que lo habían llamado Oyabun con verdadera lealtad. Y otros… otros lo habían pronunciado con la boca, pero no con el alma. Lo había visto en sus ojos: duda, resentimiento, la nostalgia cobarde por el viejo orden, por Hitoshi, por lo conocido.
Takeshi sonrió apenas.
Que dudaran no le molestaba.
Le daba motivos.
Él no era un heredero caprichoso ni un niño jugando con fuego ajeno. Él había crecido entre cuchillos, silencios y cicatrices. Había observado el mundo durante años como quien aprende a matar sin mover las manos. Y ahora que el trono estaba bajo su espalda, no lo iba a ceder. Ni un centímetro.
Que observen. Que murmuren. Que esperen que falle.
Él les demostraría—con hechos, con estrategia, con sangre si era