Capítulo 4

—Esta noche.

La decisión no fue un pensamiento. Fue una certeza. Una verdad fría y dura que se asentó en mi alma mientras yacía en mi jergón de paja en el sótano. 

El dolor en mi cuerpo era un recordatorio constante de lo que había sucedido en ese cuarto de servicio. El dolor en mi corazón era un abismo.

No podía soportar un día más. No podía soportar otra mirada de lástima, otro susurro cruel, otro toque de él que era a la vez un reclamo y un castigo.

La libertad tenía un precio: convertirme en una rogue, una paria cazada por todas las manadas. Pero la alternativa, quedarme aquí, era una muerte lenta y agónica.

Esperé a que los sonidos de la mansión se apagaran. 

El retumbar de las botas de los guardias, las risas lejanas, el cierre de las puertas. Esperé hasta que el único sonido fue el latido frenético de mi propio corazón.

La luna estaba oculta tras un espeso manto de nubes. Una bendición. La oscuridad sería mi única aliada.

Me moví en silencio. No tenía nada que empacar. 

Mi vida entera en esta manada cabía en la nada. Me puse el único par de zapatos decentes que tenía, unos viejos botines de cuero que había encontrado en la basura.

Mi primera parada fue la cocina. Mi corazón martilleaba contra mis costillas con cada paso en las frías baldosas. 

El aire olía a pan recién horneado para el desayuno de la mañana siguiente. Un desayuno que yo no comería.

Con manos temblorosas, agarré un panecillo y lo metí en el bolsillo de mi vestido. Luego, una botella de metal llena de agua. 

Era todo lo que podía llevar. Era más de lo que había tenido en días.

"No mires atrás", me ordené. "No pienses. Solo muévete".

Salir del sótano fue fácil. Subir las escaleras de servicio, un tormento. 

Cada crujido de la madera era un grito en el silencio. Al llegar al pasillo principal, me pegué a la pared, mi respiración atrapada en mi garganta.

Un guardia.

Estaba al final del pasillo, de espaldas a mí, mirando por una de las grandes ventanas. 

Me quedé inmóvil, mi cuerpo rígido de pánico. Si se daba la vuelta...

"Por favor, Diosa Luna, si alguna vez me has escuchado, ayúdame ahora".

El guardia se estiró, bostezó y luego continuó su camino, alejándose de mí. 

Solté el aire que no sabía que estaba conteniendo y me deslicé hacia la puerta trasera, la que usaban los sirvientes.

Estaba a solo unos metros de la libertad.

[Perspectiva de Damián]

El calor de Valeria a mi lado me sofoca.

Me giro en la cama por décima vez. La habitación apesta a ella, a lavanda y vainilla, un olor dulce y empalagoso que antes me calmaba y que ahora me revuelve el estómago.

Mi lobo no quiere este olor.

Rasca en mi interior, inquieto, buscando otro aroma. Uno que mi mente intenta bloquear con todas sus fuerzas. El de la lluvia sobre la tierra. El de las fresas silvestres. 

El de ella.

Siento sus dedos en mi espalda, trazando círculos perezosos.

—¿Qué pasa, mi amor? —su voz es un murmullo somnoliento, pegajoso como la miel.

La aparto con un movimiento brusco, más brusco de lo que pretendía.

—Nada. Duérmete.

Cierro los ojos, pero es inútil. Su imagen está grabada a fuego en mis párpados. 

Aila. En ese cuarto oscuro, con los ojos desorbitados por el miedo y algo más… algo que mi lobo reconoció como pura sumisión de mate. El recuerdo de su cuerpo temblando bajo el mío, de cómo se aferró a mí incluso cuando la estaba rompiendo…

Mía.

El pensamiento es un gruñido posesivo de mi lobo, tan fuerte que casi se me escapa de los labios.

"Cállate", le ordeno a la bestia en mi interior.

Es solo esa loba inútil. Una debilidad que la Diosa Luna me arrojó a la cara como una maldita broma. Una distracción que tengo que extirpar antes de que infecte todo lo que he construido con Valeria.

Pero mi lobo no está de acuerdo. Aúlla dentro de mí. Exige que vaya a buscarla. Que la proteja. Que la reclame como debí haber hecho desde el primer puto segundo.

Un vacío se ha abierto en mi pecho. Una inquietud que me eriza la piel, como la calma tensa antes de que el cielo se rompa en una tormenta. Algo está mal. Algo se siente… fuera de lugar.

"Es solo el vínculo", me digo, intentando convencerme. "La distancia. Nada más".

Mañana.

Mañana pondré fin a esta locura. Le dejaré claro cuál es su lugar. Le haré entender que lo que pasó hoy no volverá a repetirse.

[Perspectiva de Aila]

La cerradura de la puerta trasera era vieja y oxidada. Giré el pomo con una lentitud insoportable. El chirrido que hizo fue como un grito en la noche silenciosa. 

Me congelé, escuchando. Nada. Solo el viento que soplaba afuera.

Salí.

El aire frío de la noche me golpeó la cara, un soplo de libertad. Pero aún no estaba a salvo. Estaba en los terrenos de la mansión. 

Tenía que llegar al borde del territorio. A la línea invisible que me separaba de ser una omega sin manada a ser una rogue.

Corrí.

Corrí agachada, usando las sombras de los árboles como cobertura. Mi corazón latía tan fuerte que estaba segura de que los guardias de las murallas podían oírlo.

El bosque. Podía verlo. La línea de árboles oscuros que marcaba el final del territorio "civilizado" y el comienzo de la naturaleza salvaje.

Me detuve justo en el borde, sin aliento, con el pecho ardiendo. Miré hacia atrás una última vez. La mansión de la manada Colmillo Negro se alzaba como un monstruo oscuro contra el cielo nublado. Una prisión dorada. El lugar de mi mayor esperanza y mi más profunda desesperación.

Una parte de mí, la parte traidora atada a mi mate, quería volver. Quería rogar por su perdón, aceptar las migajas de su atención.

Pero la imagen de su rostro sin emoción después de haberme usado, la risa cruel de Valeria, los susurros en los pasillos... todo eso aplastó cualquier duda.

"No más", susurré al viento.

Respiré hondo el aire del bosque. Olía a libertad y a peligro. Olía a un futuro desconocido.

Y corrí.

Crucé la línea.

En el instante en que mis pies tocaron el suelo del bosque, un dolor agudo y cegador explotó en mi pecho. Fue como si una cuerda invisible que me unía a él se hubiera tensado hasta casi romperse, arrancándome un grito ahogado. El vínculo. Protestaba, aullaba ante la distancia.

Caí de rodillas, agarrándome el pecho, jadeando por el dolor. Era peor de lo que había imaginado. Un desgarro físico, un ancla arrancada de mi alma.

Pero me obligué a ponerme de pie.

Las lágrimas corrían por mi rostro, pero esta vez no eran de tristeza. Eran de determinación.

El dolor era una prueba de que estaba haciendo lo correcto. El dolor significaba que me estaba liberando.

Así que seguí corriendo, adentrándome más y más en la oscuridad del bosque desconocido, con el eco del vínculo roto persiguiéndome a cada paso. 

No sabía qué encontraría ahí fuera. Lobos salvajes, otras manadas, o simplemente la muerte por hambre y frío.

Corrí hasta que una sombra se desprendió de un roble antiguo y se interpuso en mi camino.

Me detuve en seco, derrapando sobre las hojas muertas, mi corazón saltando a mi garganta. 

No era un animal. Era un hombre. Un lobo. Inmenso, más alto y más ancho que Damián, una silueta de puro poder contra la escasa luz de la luna.

No reconocía su olor. No era de la manada Colmillo Negro.

El pánico me paralizó. ¿Un rogue? ¿Me mataría?

Él no se movió. No me atacó. Simplemente se quedó allí, observándome. 

—Has corrido lo suficiente.

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