—Limpia eso, zorra.
La voz de Valeria era veneno. Estaba de pie junto a la mesa del desayuno, impecable en un vestido blanco que contrastaba con la mancha de avena que acababa de tirar al suelo de mármol.
Su sonrisa no llegaba a sus ojos color esmeralda. Esos ojos solo contenían un frío desprecio.
Mi ración de comida. La única que recibiría en todo el día.
Me arrodillé sin decir una palabra, mis rodillas protestando contra la piedra fría. Mis manos temblaban mientras recogía los restos pegajosos con un trapo raído. El olor a canela y manzana me revolvió el estómago vacío.
"No voy a llorar", me ordené. Era mi mantra, el escudo invisible que me protegía. "No le daré ese gusto".
—Más rápido —dijo, dando un golpecito impaciente con su zapato de tacón—. No tengo todo el día para verte arrastrarte por el suelo como el gusano que eres.
Los últimos tres días habían sido un nuevo nivel de infierno.
Desde esa noche, el Alfa Damián había perfeccionado el arte de la indiferencia. Si nos cruzábamos en un pasillo, sus ojos azules pasaban a través de mí como si yo fuera aire.
El vínculo de mate tiraba de mí, un dolor sordo y constante en mi pecho que gritaba su nombre, pero para él, yo ya no existía. Era un fantasma en su propia casa. Un fantasma que calentó su cama una vez y que él prefería olvidar.
Pero si Damián era un muro de hielo, Valeria era un fuego abrasador.
No sabía del vínculo. No podía saberlo.
Pero su instinto animal, el de la hembra que protege a su macho, me había marcado como una amenaza. Y se aseguraba de que cada segundo de mi vida fuera miserable.
Mis tareas pasaron de fregar platos a limpiar las letrinas de los guerreros con un cepillo de dientes. De lavar la ropa a restregar las manchas de sangre de las salas de entrenamiento hasta que mis nudillos sangraban.
Comía las sobras, si es que quedaban, y dormía en un cuartucho helado en el sótano.
La manada lo veía. Los omegas apartaban la mirada con lástima. Los guerreros me miraban con una mezcla de desdén y una curiosidad lasciva que me ponía la piel de gallina.
Nadie decía nada. Nadie se atrevía a desafiar a la futura Luna.
Estaba sola. Completamente sola.
Terminé de limpiar y me levanté, manteniendo la mirada en el suelo.
—¿Puedo retirarme, Luna?
Valeria se acercó, su perfume caro llenando mis fosas nasales. Sentí su mano en mi barbilla, sus uñas afiladas clavándose en mi piel, obligándome a levantar la cabeza.
—Mírame cuando te hablo —siseó—. He notado que Damián está... distraído últimamente. Irritable. ¿No sabrás tú nada al respecto, verdad?
El pánico se apoderó de mí. "No sabe nada. Cálmate. No sabe nada".
—No, Luna. Yo no sé nada.
Su sonrisa se ensanchó, una curva cruel y hermosa.
—Por supuesto que no. Eres demasiado estúpida para saber algo. Ahora lárgate de mi vista. Apestas a miseria.
Me di la vuelta y prácticamente corrí fuera del comedor, con sus palabras clavadas en mi espalda.
Pero Valeria era todo menos estúpida.
Esa misma tarde, mientras pulía la plata en una pequeña despensa, escuché sus voces provenientes del estudio del Alfa. La puerta estaba entreabierta.
—¡No me mientas, Damián! —La voz de Valeria era aguda, tensa—. ¡Te he oído! Anoche, en sueños. ¡Dijiste su nombre!
Un silencio pesado. Podía imaginarme a Damián, su mandíbula apretada, la guerra ardiendo en su interior.
—Estás imaginando cosas, Valeria.
—¡No me trates como a una idiota! —gritó ella—. Algo pasó la noche de su cumpleaños. ¡Desde entonces no eres el mismo! ¿Te la tiraste? ¿Es eso? ¿Te revolcaste con esa omega sin loba?
—¡Cállate! —El rugido de Damián hizo vibrar las paredes. Era su Voz de Alfa, furiosa, fuera de control.
Me tapé la boca para ahogar un grito.
Hubo un sonido de algo rompiéndose, probablemente un vaso contra la pared. Luego, la voz de Damián, más baja, rota por una furia que no podía contener.
—¡Sí! ¿Quieres saber la verdad? —escupió—. ¡Esa maldita omega es mi mate! ¿Contenta? ¡La Diosa Luna se burló de mí atándome a esa cosa inútil! Pero no cambia nada, Valeria. ¡Nada! ¡Tú eres mi Luna! ¡A ti es a quien amo!
El aire se escapó de mis pulmones. Lo había dicho. Le había entregado el arma perfecta para destruirme.
El silencio que siguió fue peor que los gritos. Pude oír la mente de Valeria trabajando, las piezas encajando en su sitio. Cuando volvió a hablar, su voz era peligrosamente tranquila.
—Tu mate... —dijo, saboreando la palabra—. Vaya, vaya. Esto lo cambia todo.
Esa noche, el infierno encontró un nuevo fondo.
Damián había convocado a sus diez guerreros de más alto rango y a sus parejas a una cena en el salón principal.
Era una demostración de poder, de unidad.
Yo era una de las sirvientas, encargada de rellenar las copas de vino. Mi objetivo era ser invisible. Moverme entre las sombras, cabeza gacha, sin llamar la atención.
Me sentía como un ratón en una jaula de leones. Damián presidía la mesa, con Valeria a su lado, radiante como una reina.
Él no me miró ni una vez, pero yo sentía el tirón del vínculo, un hilo invisible y doloroso que nos conectaba en medio de toda esa gente.
Valeria, por otro lado, no me quitaba los ojos de encima.
Esperó el momento perfecto. Justo cuando un guerrero llamado Marcus contaba una historia de una batalla y todos reían. El salón estaba lleno de camaradería y alegría.
Me acerqué a la mesa para rellenar la copa de Damián. Mis manos temblaban tanto que casi derramo el vino.
Fue entonces cuando Valeria levantó su copa, pidiendo silencio con un gesto elegante. Todas las conversaciones cesaron. Todas las miradas se posaron en ella.
Sonrió, una sonrisa amplia y brillante que no tocó sus ojos. Su mirada se encontró con la mía por encima de la mesa.
—Queridos amigos —dijo, su voz resonando en el silencio repentino—. Creo que estamos siendo muy maleducados con una de nuestras sirvientas. Se esfuerza tanto...
Sentí una gota de sudor frío recorrer mi espalda. "No. Por favor, no".
Valeria hizo un gesto en mi dirección.
—¿Por qué no le sirven a la amante del Alfa?
La frase quedó suspendida en el aire, venenosa y letal. La palabra "amante" salió de sus labios con un desprecio calculado.
El silencio que cayó sobre el salón fue absoluto, pesado y sofocante. Las sonrisas se congelaron en los rostros.
Más de veinte pares de ojos, los de los lobos más poderosos de la manada, se clavaron en mí.
Me quedé paralizada, con la jarra de vino en la mano, atrapada en el centro de atención. Quería que la tierra me tragara. Quería desaparecer.
Mi mirada voló hacia Damián, buscando... no sé qué. ¿Una negación? ¿Una defensa?
Él no dijo nada. Su rostro era una máscara de granito. Sus ojos azules me miraron con una frialdad que me congeló hasta los huesos.
Valeria continuó, disfrutando de cada segundo de mi agonía.
—Parece que calentar su cama le da ciertos privilegios, ¿no es así?
Humillación. Pública. Total. Absoluta.
Ya no era Aila.
Era la zorra. La amante. La vergüenza del Alfa.