Las palabras "paz", "territorio" y "acuerdo" flotaban sin sentido ante mis ojos.
Llevaba un año siendo un fantasma. Un Alfa de hielo que dirigía su manada con una eficiencia brutal y un corazón hueco.
Un año desde que ella huyó.
Un año desde que el vínculo que nos unía se convirtió en una herida abierta y supurante, un dolor sordo y constante que me recordaba mi fracaso cada maldito segundo de cada maldito día.
—Damián, querido.
La mano de Valeria se posó en mi muslo. Estábamos en la sala de reuniones de la manada del Valle Escondido.
Un tratado de paz. Una alianza. Pura m****a. No sentía nada.
—Concéntrate —susurró, su sonrisa la de la Luna perfecta que todos veían. La que no era mi mate.
El Alfa Alejandro, al otro lado de la mesa, un tipo con una calma que me ponía de los nervios, nos observaba con ojos demasiado perspicaces.
—¿Algún problema con los términos, Alfa Damián?
Estaba a punto de soltar una respuesta cortante cuando ocurrió.
Un fantasma en el aire.
Un olor.
Tan débil al principio que pensé que mi mente torturada por fin me estaba jugando una mala pasada. Lo ignoré, apretando la mandíbula.
Pino y tierra mojada...
Mi olor.
...y fresas silvestres.
El aire se atascó en mis pulmones.
Ella. Su olor. Era imposible.
La busqué durante meses. Meses de rastreadores, de patrullas, de noches en vela en las que mi lobo aullaba su nombre hasta quedarse sin voz.
Había desaparecido. Se había desvanecido.
Pero el olor se hizo más fuerte. Deslizándose bajo la puerta, enroscándose a mi alrededor como una serpiente.
Era ella. Estaba aquí. Mi lobo, dormido y apaleado durante un año, se levantó de un salto, rugiendo dentro de mi cráneo.
MATE.
Y entonces, un tercer aroma se mezcló con el nuestro. Algo que no reconocí al principio. Algo dulce, inocente y abrumadoramente primitivo.
Leche.
Y algo más... algo que era una mezcla perfecta de ella y yo.
Mi sangre se heló. Mi corazón, que pensé que se había convertido en piedra, comenzó a latir con una violencia demencial.
"M****a. M****a. M****a".
—¿Alfa Damián? ¿Está todo bien?
Vi cómo mis propios nudillos se ponían blancos sobre la mesa. No podía respirar. El mundo se redujo a ese olor. Ese olor imposible, increíble, que lo cambiaba todo.
—Damián, ¿qué te pasa? —la voz de Valeria era un siseo irritado.
La ignoré. Su toque en mi pierna de repente se sintió como una quemadura. Me levanté de golpe. La pesada silla de roble voló hacia atrás, estrellándose contra la pared con un estruendo que hizo que todos en la sala se sobresaltaran.
Mi Beta, Leo, se puso en pie de un salto.
—¡Alfa!
Pero yo ya no escuchaba. Mi cabeza se giró, mis fosas nasales dilatándose, olfateando el aire como el animal que era.
El olor venía del pasillo.
Salí disparado de la sala de reuniones, ignorando las llamadas de Leo, los gritos de Valeria, las miradas de asombro de la manada del Valle Escondido.
Pasillo. A la derecha. Más fuerte.
Mi corazón era un tambor de guerra, bombeando sangre y furia por mis venas. Mis pies devoraban el suelo de piedra. El olor me guiaba, un hilo invisible y poderoso atado directamente a mi alma.
Era un olor a hogar. Un hogar que nunca supe que había perdido.
Me llevó a una puerta de madera clara al final de un pasillo tranquilo. El olor era abrumador aquí. Me golpeaba como una ola, ahogándome en su familiaridad. Era ella. Y era... nuestro.
No llamé. No pensé.
Actué.
Con un rugido que desgarró mi propia garganta, una mezcla de un año de dolor, rabia y una posesividad que no sabía que poseía, levanté la pierna y pateé la puerta.
La madera estalló hacia adentro, el marco reventando en astillas.
Y allí, en medio de la habitación inundada de luz, estaba ella.
Aila.
Pero no era la niña rota y asustada que recordaba. El año la había cambiado. Su pelo era más largo, su rostro había perdido la delgadez de la desnutrición.
Había una fuerza en su postura, una calma en sus ojos color avellana que me miraban con una mezcla de shock y un miedo antiguo.
Y en sus brazos...
En sus brazos, acunado contra su pecho, había un pequeño bulto envuelto en una manta azul.
Un bebé. Un niño con un mechón de pelo tan oscuro como el mío.
Mi mirada se clavó en él. El olor que emanaba era la confirmación final. Era la pieza que faltaba en el rompecabezas de mi alma rota.
Era mío.
Era nuestro.
El mundo se detuvo. Y entonces, una sola frase salió de lo más profundo de mi ser, un rugido que no era una pregunta, sino una declaración.
—¡HUELO A MI CACHORRO!
El silencio que siguió fue total, absoluto. Podía sentir las miradas de todos los que habían corrido detrás de mí, de Leo, de Valeria, de toda la maldita manada del Valle Escondido.
Pero no me importaba. Solo podía mirar a mi hijo. Mi heredero.
El shock se rompió.
El Alfa Alejandro pasó a mi lado como una furia silenciosa. Se acercó a Aila, le puso una mano protectora en el hombro y le sonrió con un cariño y una ternura que me quemaron las entrañas de celos.
Luego, se giró hacia mí. Su rostro tranquilo se había transformado en una máscara de pura rabia.
Antes de que pudiera reaccionar, me agarró por el cuello de mi camisa, estampándome contra el marco de la puerta rota.
—¡Es mi hermana, imbécil! —gritó en mi cara, su aliento caliente y furioso.
No podía respirar. Las palabras no tenían sentido. ¿Hermana?
—¡La princesa Lycan que fue robada de niña en un atentado! ¡La que toda mi familia ha buscado durante quince años! ¡Y tú la humillaste! ¡La rompiste!
Princesa. Lycan.
Mi mundo se inclinó sobre su eje.
La omega sin loba.
La reproductora.
La chica que había rechazado y usado... era realeza.
Realeza Lycan. La sangre más pura y poderosa que existía. El horror me ahogó.
Alejandro me sacudió con fuerza, sus ojos brillando con un poder que rivalizaba con el mío.
—Descubrió que estaba embarazada de tu hijo y su loba por fin despertó —escupió cada palabra como veneno—. La encontré trabajando en mi territorio, medio muerta de hambre y con el corazón roto por un Alfa que no valía ni la tierra que pisaba.
Mi hijo. Mi hijo le había devuelto su loba.
—Y ahora que he confirmado lo que le hiciste... —su voz bajó a un gruñido letal—. El tratado se cancela. Considera esto un acto de guerra.
Me soltó, haciéndome tropezar hacia atrás.
Me quedé allí, jadeando, mi mente incapaz de procesar la avalancha de revelaciones. Aila. Princesa. Lycan. Mi hijo.
Alejandro se volvió hacia su hermana, su voz de nuevo suave. Pero luego se giró una última vez para mirarme, con una sonrisa cruel y triunfante en sus labios.
—Además, ya no tienes que preocuparte por ella. Hay alguien mejor. Su verdadero mate Lycan la está esperando.