Capítulo 3

—Mírala, la pequeña amante.

El susurro me siguió por el pasillo como una serpiente venenosa. No levanté la vista. 

Desde la cena, desde que Valeria me había marcado con ese título infame frente a todos, me había convertido en un fantasma. 

Mi mundo se había reducido a los rodapiés de las paredes, a las baldosas del suelo, a cualquier cosa que no fuera un par de ojos.

Invisible. Tenía que ser invisible.

Los pasillos se habían convertido en un campo de minas. Cada risa ahogada, cada mirada de soslayo, cada susurro era sobre mí. 

La "omega sin loba". La "calientacamas del Alfa". 

La "zorra que intentaba robar a nuestra Luna". Me movía pegada a las paredes, con los hombros encogidos, rezando para que nadie me notara.

Mi único refugio era el trabajo. 

Fregar hasta que mis dedos se arrugaran, pulir hasta que mis brazos dolieran. El agotamiento físico era un bálsamo para el dolor del alma.

Ese día, Helga me había ordenado limpiar los armarios de almacenamiento del ala norte, un laberinto de pasillos polvorientos y olvidados. 

Era un trabajo perfecto. Nadie venía aquí. Estaba sola.

Pero me confié. Al terminar, con el cubo de agua sucia en una mano y los trapos en la otra, corrí para volver a la cocina antes de que notaran mi ausencia. Doblé una esquina sin mirar.

Y choqué contra un muro.

Un muro de músculos duros como la roca que olía a pino, a poder y a la tormenta que se había desatado en mi alma.

El cubo se estrelló contra el suelo, el agua sucia salpicando por todas partes. 

Pero yo no lo noté. Porque en el instante en que mi piel rozó la suya, una explosión recorrió mis venas. La descarga fue mil veces más fuerte que la primera vez, una conexión brutal y salvaje que nos dejó a ambos sin aliento.

El vínculo de mate, herido, rechazado y furioso, rugió entre nosotros.

Levanté la vista lentamente, con el terror helándome la sangre.

Alfa Damián.

Estaba allí, mirándome, con el pecho subiendo y bajando rápidamente. Sus ojos azules eran dos pozos de furia y… algo más. Algo que se parecía peligrosamente a la necesidad. Un gruñido profundo, animal, retumbó en su pecho, la vibración llegando hasta mí.

—Apártate de mi camino —ordenó.

Su voz era ronca, cargada de una estática peligrosa. La Voz de Alfa estaba allí, latente, pero luchaba por mantenerla a raya. Su lobo estaba en la superficie, arañando por salir, atraído por mí, su mate, su negación.

—Lo... lo siento, Alfa —tartamudeé, intentando retroceder, tropezando con mis propios pies.

Pero no me moví lo suficientemente rápido. O quizás, una parte de mí no quería hacerlo.

—Te he dicho... —comenzó a decir, pero su voz se quebró.

Y su control se hizo añicos.

Con un movimiento que fue demasiado rápido para seguirlo, su mano se cerró en mi brazo. Sus dedos eran acero. No dijo nada. No tenía que hacerlo. Me arrastró con él, abriendo de una patada la puerta del cuarto de servicio más cercano y metiéndome dentro.

La oscuridad nos envolvió cuando la puerta se cerró de golpe.

Me empujó contra la pared de madera, el impacto me sacó el aire de los pulmones. Antes de que pudiera recuperar el aliento, su boca se estrelló contra la mía.

No fue un beso. Fue un reclamo. Un acto de desesperación y de furia. 

Sus labios eran duros, castigadores, y yo respondí con la misma desesperación silenciosa, porque mi cuerpo era un traidor que lo había estado anhelando desde el momento en que supe lo que era.

Sus manos recorrieron mi cuerpo, no con caricia, sino con una posesividad febril. Una de sus manos se enredó en mi pelo, inclinando mi cabeza hacia atrás, mientras la otra me sujetaba contra la pared.

"Esto está mal", gritaba una parte de mi mente. "Te odia. Te humilló".

Pero el vínculo gritaba más fuerte. ¡Mate! ¡Mío! ¡Reclámalo!

Cuando me levantó, rodeando mis piernas en su cintura, no hubo resistencia en mí. Solo un jadeo de entrega.

Esta vez fue aún más salvaje que la primera. Porque ahora ambos sabíamos la verdad. Cada embestida era una guerra. 

Él me tomaba con una furia que pretendía borrar el vínculo, pero que solo lo hacía arder con más fuerza. 

Era un acto de odio y de necesidad desesperada. Sentí sus garras, apenas contenidas, rasgar la tela de mi vestido en la espalda, marcando la piel de debajo.

Y en medio de esa tormenta de odio y deseo, lloré. 

No sollozos ruidosos, sino lágrimas silenciosas que se deslizaban por mis sienes y se perdían en mi pelo, un bautismo de dolor y placer prohibido.

Cuando el final lo sacudió, un gruñido gutural se le escapó de la garganta. Era el sonido de su lobo, finalmente satisfecho, y el sonido de su alma humana, completamente rota.

El momento se rompió.

Se apartó de mí como si se hubiera quemado, dejándome caer. 

Aterricé en un montón desordenado en el suelo, mi cuerpo temblando incontrolablemente. El frío del suelo de piedra se filtró a través de mi ropa rota.

Él se quedó de espaldas a mí, con las manos apoyadas en la pared opuesta, su cabeza gacha. 

Su respiración era agitada, el único sonido en la pequeña y oscura habitación. No se atrevía a mirarme. No podía.

Esperé. Esperé a que dijera algo. Una disculpa. una explicación. Un insulto. Cualquier cosa.

No dijo nada.

Enderezó su cuerpo, se ajustó la ropa y, sin una sola mirada, sin una sola palabra, abrió la puerta y se fue.

El clic del cerrojo fue como un disparo en mi corazón.

Me quedé allí, sola en la oscuridad, rodeada por el olor a polvo y a él. Y por primera vez desde que llegué a esta manada, me permití llorar de verdad. 

Un sollozo roto y silencioso que sacudió todo mi cuerpo. Lloré por la chica que fui, por la mate que nunca sería, por el juguete en el que me había convertido.

Pero mientras las lágrimas corrían por mi rostro, algo más creció en mi pecho. No era esperanza. Era algo más duro. Más afilado.

Era rabia.

Una rabia fría y clara que quemó las lágrimas.

Dejé de temblar. El llanto cesó. Lentamente, me arrastré hasta ponerme de rodillas. 

El dolor entre mis piernas era agudo, los rasguños en mi espalda ardían, pero el dolor en mi alma era el peor de todos.

Y en la oscuridad de ese cuarto de servicio, hablé. Mi voz, un susurro roto pero firme, cortó el silencio.

—No más.

Me puse en pie, usando la pared para apoyarme, mi cuerpo protestando con cada movimiento.

—No seré el juguete de nadie.

Miré hacia la puerta por la que él había desaparecido, y por primera vez, no vi al Alfa poderoso ni a mi mate destinado. 

Vi a mi carcelero. 

Y una chispa de fuego, un fuego que pensé que se había extinguido hacía mucho tiempo, se encendió en mis ojos.

—Prefiero morir sola en el bosque que un día más de esto.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP