Alba parpadeó lentamente. Su mirada bajó por un segundo hacia el hombre que había sido su esposo por seis años. El mismo que le había quitado todo. Su carrera. Su dignidad. Su libertad. —Te casaste conmigo, Massimo para castigarme, creíste en las palabras de alguien más antes que en mi que teamab... —dijo con suavidad antes de callarse abruptamente para respirar—. Me humillaste. Me llamaste estorbo y me causaste de embarazarme para atraparte —su rojo era calmado—me hiciste hacerles el adn a tus hijos y luego... luego huiste, dejándome criar sola a tus hijos mientras tú ibas a premios y fiestas con mi hermana del brazo. Massimo tragó saliva con dificultad, incapaz de revatir una sola de aquellas pesadas verdades. —¡No la amo, Alba! Nunca la amé. Solo estaba… perdido. Rotó por ti por el amor que siento y no pude dejar de sentir incluso cuando pensaba que eras lo peor de este mundo. Ella sonrió. Una sonrisa triste, lejana. Como quien escucha la confesión de un desconocido. —¿Y ahora vienes a buscarme? ¿Después de seis años? ¿Después de decirme que Lía era una mujer "sincera", "fuerte", "merecedora de respeto", mientras a mí me llamabas tu vergüenza y carga? —sus ojos finalmente brillaron—. ¿Ahora que sabes la verdad esperas que regrese contigo… como si no me hubieras matado lentamente?, no sucederá,tu amor ya no me interesa, como tampoco me interesa seguir escuchándote. El tren se detuvo con un silbido final justo en ese momento y las puertas se abrieron. Alba miró a sus hijos y les hizo una seña con la mano. (...)
Leer másEstación de tren, Milán. Invierno. Año actual.
El aire frío mordía la piel como pequeños alfileres. La estación vibraba con murmullos, pasos apresurados, y los curiosos que de tenían su camino para mirar la escena en el anden de la estación.El silbido agudo del tren que se acercaba era la trágica melodia.
Mientras Alba Mariani se mantenía inmóvil. Su abrigo largo color crema ondeaba con la brisa y su cabello oscuro caía en ondas elegantes, cubriéndole parte del rostro. A unos metros, tres niños observaban con sus mochilas colgadas al hombro, ajenos al drama que se desarrollaba ante ellos, entretenidos entre sí como solo los niños de seis años saben estarlo.
Delante de ella, un hombre poderoso se había reducido a lo que nunca imaginó ser: un mendigo de amor. Massimo DeLuca, el aclamado director de cine, estaba arrodillado en el suelo helado de la estación, con las palmas extendidas hacia la mujer que había destruido con sus propias manos. Su abrigo negro estaba arrugado, y sus ojosgrices brillantes mientras el atractivo rostro lucia al más clara desesperación.
—Alba... por favor… escúchame —rogó con la voz rota—. Tenemos. Que hablar tienes que escucharme.
Ella lo observó en silencio. Su rostro era el de una escultura griega tallada en mármol: hermosa, pero impenetrable. No había lágrimas. No había rabia esas se habían acabado hace años. No había siquiera desprecio en su expresión solo una calma gélida que dolía más que cualquier grito, una que había perfeccionado con los años.
—Fui un idiota. Lo sé. Pero no sabía… ¡No sabía que todo fue una mentira! —continuó Massimo, su voz quebrándose aún más—. Lía… me engañó. Me manipuló. Yo… pensé que tú… Cerró los ojos con fuerza, como si las palabras que venían a su mente fueran demasiado vergonzosas para pronunciarse. —Pensé que solo querías lo que mi apellido podría darte en nuestro trabajo.Que te acostaste con ese hombre para obtener el papel…—apreto sus dientes— y que traicionaste a tu propia hermana. Pensé que eras ambiciosa, falsa… Pero no. Era ella. Siempre fue ella, estaba siego, pero ahora yo...
Alba parpadeó lentamente. Su mirada bajó por un segundo hacia el hombre que había sido su esposo por seis años. El mismo que le había quitado todo. Su carrera. Su dignidad. Su libertad.
—Te casaste conmigo, Massimo para castigarme, creíste en las palabras de alguien más antes que en mi que teamab... —dijo con suavidad antes de callarse abruptamente para respirar—. Me humillaste. Me llamaste estorbo y me causaste de embarazarme para atraparte —su rojo era calmado—me hiciste hacerles el adn a tus hijos y luego... luego huiste, dejándome criar sola a tus hijos mientras tú ibas a premios y fiestas con mi hermana del brazo.
Massimo tragó saliva con dificultad, incapaz de revatir una sola de aquellas pesadas verdades.
—¡No la amo, Alba! Nunca la amé. Solo estaba… perdido. Rotó por ti por el amor que siento y no pude dejar de sentir incluso cuando pensaba que eras lo peor de este mundo.
Ella sonrió. Una sonrisa triste, lejana. Como quien escucha la confesión de un desconocido.
—¿Y ahora vienes a buscarme? ¿Después de seis años? ¿Después de decirme que Lía era una mujer "sincera", "fuerte", "merecedora de respeto", mientras a mí me llamabas tu vergüenza y carga? —sus ojos finalmente brillaron—. ¿Ahora que sabes la verdad esperas que regrese contigo… como si no me hubieras matado lentamente?, no sucederá,tu amor ya no me interesa, como tampoco me interesa seguir escuchándote.
El tren se detuvo con un silbido final justo en ese momento y las puertas se abrieron. Alba miró a sus hijos y les hizo una seña con la mano.
—Mamá… ¿ya vamos al hotel con los señores de la serie? —preguntó uno de ellos, corriendo hacia ella. —Sí, mi amor. Ya casi.
Massimo se levantó tambaleante, sin importarle la mirada de extraños. Extendió una mano hacia ella, desesperado mientras se odiaba un poco más al ver a sus hijos ignorarlo por completo.
—No me dejes así. Te lo ruego. Me lo merezco, lo sé, pero… ¡Alba, por Dios! ¡Yo te amo!
Alba bajó la mirada hacia la mano extendida y, sin decir nada, la esquivó. Luego tomó la de sus hijos y caminó hacia el tren.
—¡Alba! ¡ALBA! Ella no volteó. Ni una sola vez. Massimo quedó solo en el andén. Inmóvil. Respirando hondo, como si la estación se hubiera quedado sin oxígeno. Su mundo, una vez más, se había roto. Pero esta vez, tal vez, para siempre.
Alba no recordaba haber despertado jamás con tanta paz. Mientras acomodaba las sábanas y aspiraba el perfume tenue que Massimo había dejado en la almohada, pensó que los dos últimos días habían sido un espejismo perfecto: desayuno al sol, helado antes del almuerzo, bicicletas bajo los pinos, tertulias de susurros frente a la chimenea.El retazo de vida que siempre imaginó compartir con él si Lía no se hubiese entrometido, si las mentiras no hubieran envenenado cada poro de su matrimonio. Aun así, sabía que aquella burbuja no podía sostenerse indefinidamente; Massimo debía marcharse esa tarde. Lo oyó en la planta baja, empaquetando los papeles que había dejado sobre la mesita del recibidor, y sintió un pinchazo agudo en el pecho.Bajó las escaleras descalza. Él revisaba su cartera con la concentración de quien se arma contra un temporal inevitable. Cuando alzó la mirada, los ojos se encontraron con la verdad que ninguno deseaba pronunciar, ese adiós, por breve que fuera, también podía
El amanecer del día siguiente fue incluso mejor que el anterior. Apenas había teñido de rosa las fachadas de Roma cuando Massimo abrió los ojos. Por un instante creyó haber soñado la noche anterior: el camino interminable hasta la colina, la puerta que se abrió sin preguntas, el temblor del reencuentro y el abrazo que selló silencios de años. Entonces sintió la mano tibia de Alba apoyada sobre su pecho y comprendió que todo seguía allí, latente y real.No quería mover un músculo y romper el encanto, pero un leve rumor procedente del pasillo le recordó que los niños ya estaban despiertos. Se deslizó con cuidado fuera de la cama para no despertarla. Alba, sin embargo, esbozó una sonrisa adormilada y murmuró:—Ve. Yo bajo enseguida.Massimo se enfundó unos pantalones deportivos y, descalzo, recorrió el pasillo inundado por la luz dorada que entraba por los ventanales. En la cocina, Kiara sostenía un paquete de harina de avena como si fuera un tesoro, mientras Fabri rebuscaba en un cajón
Alba acomodó la bufanda alrededor del cuello y miró la puerta del apartamento de Ernesto antes de tocar. Hacía dos días que se había desatado el caos y, desde que él se había declarado culpable para protegerla, la prensa le dedicaba titulares agresivos y su teléfono no dejaba de sonar con peticiones de entrevista.Había aprovechado aquel tirón sin lugar a dudas, pero Alba sabía que la tormenta no había hecho más que empezar; así que necesitaba agradecerle de frente y también—aunque le pesara admitirlo—vigilar que no se hundiera solo. Ernesto abrió enseguida. Ojeras violáceas contrastaban con la sonrisa cansada que le ofreció.—¿Hora de inspección? —bromeó, apartándose para dejarla pasar—. Sigo vivo, descansando estos días que no tengo grabación, pero todo bien.—Quería ver con mis propios ojos que no estuvieras cayendo en la locura —respondió ella, depositando sobre la mesa dos cafés humeantes. Tomó aire—. Ernesto… sé que te complicaste la vida por mí.—Lo volvería a hacer —él alzó un
Alba sintió el tiempo desmoronarse cuando la hoja resplandeció bajo la lámpara de la cocina. Lía, con los ojos inyectados y la respiración entrecortada, blandía el cuchillo como si fuese un cetro. Un instante después se lo pasó por la piel, dejando una línea roja que abrió su carne y soltó un chorro oscuro. El corte se extendió desde el codo hasta la muñeca, y Lía soltó una carcajada chirriante, como metal sobre cristal.—¿Ves lo que me obligas a hacer?, siempre obligándome a ir a los extremos, maldita perra —silbó, dándose dos bofetadas que avivaron sus mejillas en un carmesí enfermizo—. ¡Todo por culpa tuya!Alba, paralizada, volvió en sí, alejando aquellos escalofriantes momentos de hacía un par de horas antes y trató realmente de que no se le cerrara la garganta de pánico. La puerta de la habitación se abrió y la mujer vio a Ernesto entrar con una bandeja en la mano.—¿Te sientes mejor? —dijo Ernesto mirándola con ternura—. Sé que lo que sucedió hace un par de horas fue… bueno, co
Lía cerró la puerta de la suite con un portazo y quedó frente a Massimo como un torbellino rojo. Estaba furiosa, frustrada y molesta de haberlo encontrado tan tranquilamente charlando con Alba. La mujer sorbió por la nariz, mientras contenía las lágrimas en sus ojos con el rostro rojo de enfado.—¡Tenemos que hablar, Massi! —le clavó el dedo en el pecho—. ¡Tenemos que hablar de nuestro hijo!, de cómo me abandonaste en Milán y de…—Lía, no tengo nada que hablar y sobre ese embarazo, ¿le dices… nuestro? —bufó él—. Explícame cómo existe si usamos protección cada vez que dormimos juntos, por no hablar del hecho de que fui muy claro: no quiero hijos.Ella ladeó la cabeza, sonrisa quebradiza, estaba molesta, estaba rabiosa y Massimo lo sabía, pero él estaba aún más molesto que ella con todo aquello.—Cada vez no —Lía sonrió—, cariño, la noche que llegamos de la cena, bebiste y estabas… demasiado entregado, así que me dejé llevar —recordó— o quizás solo sucedió porque el destino quiere que e
Massimo se quedó de pie frente a la ventana del cuarto de hotel. La habitación estaba iluminada por la tenue luz del atardecer que se colaba por las cortinas. Lía estaba recostada en la cama, con las piernas cubiertas por una sábana blanca y los ojos fijos en él.—Entonces… ¿ni siquiera te vas a quedar a cenar conmigo? —preguntó con un dejo de ironía—. ¿Vas a salir corriendo a buscar a tu "esposa despechada"?Massimo giró apenas el rostro, con los labios apretados, odiaba mucho esa faceta de Lia en la que intentaba chantajearlo emocionalmente.—No estoy corriendo. Tengo trabajo. No puedo dejar todo tirado—dije mirándola—las grabaciones terminan a las doce de la noche, no me esperes, vete a la cama.—Claro, ahora esa es la escusa, trabajo —Lía bufó, sentándose—. ¿Sabes qué pienso, Massimo? Que ahora le crees a esa mentirosa todo lo que dice, todo lo que te…mostró—negó—. Ese video tu… ¿Estás seguro de lo que viste? ¿Y si fue falso? ¿Y si ella te engañó de otra forma? ¿Te vas a hundir po
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