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Capítulo 4 : Sentimientos encontrados

Alba respiró hondo frente al espejo, apretando los labios mientras ajustaba su blusa color vino y se colocaba los últimos pendientes. Si alguien la hubiera visto desde fuera, habría dicho que estaba a punto de seducir al mundo entero. La cita con Hermesto, sin embargo, no era otra cosa que un compromiso, aquella ropa, aquel maquillaje, su actitud…

No era para encantar a Ernesto, no realmente. Era por ella. Y, un poco, por fastidiar al idiota que acababa de aparecer de la nada en Roma probablemente con la esperanza de amedrentarla o amargarle la existencia. La mujer masculló una maldición al pensar en Massimo.

¡Quería ver a sus hijos!

¡Ese día quería ver a sus hijos!

La mujer bufó, quería molestarla, estaba segura de aquello porque a Massimo lo único que le apasionaba en aquella vida era torturarla. Pero ella ya no era una esposa sumisa y sentenciada a ser su sombra como castigo de una traición que… que ni siquiera existió. Así que si ese era su plan, ella no se lo permitiría.

Repasó una vez más la blusa vino, la falda blanca que había comprado hacía unos días, luego se aseguró de tenerlo todo dentro de su bolsa y salió de la habitación para encontrarse a sus tres pequeños tranquilamente sentados frente a la televisión de aquel pequeño recibidor en el cuarto. Era por ellos que había decidido dejar todo atrás, incluso al único hombre que ha amado.

La mujer salió de sus pensamientos cuando tocaron fuertemente en la puerta de su habitación. No necesitaba mirar por la mirilla para saber quién era. Su marido, su enemigo. El hombre que, por alguna razón injusta del universo, todavía lograba hacerle hervir la sangre y debilitarle las rodillas. Sin embargo, ignoró todo aquello antes de abrir la puerta con resignación, recordándose que ya no era más su sumisa.

Su figura fue imponente apenas abrió. Massimo vio a su esposa mientras esta lo observaba desde el interior de la habitación. Estaba recargado con toda la arrogancia del mundo contra la pared de enfrente, con los brazos cruzados y los ojos recorriéndola de arriba abajo como si tuviera derecho.

—¿De verdad? —dijo él, alzando una ceja—. ¿Te vas a ir con ese idiota a cenar?

Alba ni siquiera se molestó en fingir cortesía, como él no se molestó en pedir permiso para entrar. Sin embargo, ella sonrió de esa manera que sabía que lo sacaría de quicio.

—Hola, Massimo, qué alegría que me dirijas la palabra. Y sí, voy a salir. ¿No viniste a ver a tus hijos? Ahí están. Volveré temprano, creo, así que solo encárgate de ellos hasta que se acuesten a dormir, ¿sí? Ya les di de comer.

Él la fulminó con la mirada. Sin embargo, no dijo nada. El móvil sonó en su bolsillo, haciendo a Alba adivinar quién era casi al instante. El disgusto se clavó en su pecho mientras él hablaba.

—Parece que mi hermana te reclama. Cuida a tus hijos y si necesitas algo… llámame.

—¿Alba, vas a cenar? —dijo entonces— ¿o a que ese imbécil de Brunini te folle sobre la mesa del restaurante? Eres una mujer casada, una adulta, necesitas ser más...

—¿Perdón? —se burló ella—. ¿Desde cuándo te debo explicaciones? Hace años que ese privilegio se venció. Y yo no necesito ser nada. Tú eres un desgraciado que duerme con mi hermana y vive con ella ante las cámaras. No me reclames nada, solo déjame en paz.

Él dio un paso al frente, los ojos oscuros chispeando.

—Alba, no seas ridícula. Nunca voy a dejarte en paz, y no te puedes largar así y dejarme con los niños.

—¿No viniste a verlos? —preguntó ella, ladeando la cabeza como si estuviera hablando con un turista despistado—. Entonces aprovecha. Quédate con ellos, trata de arreglar tu relación con ellos, ponles una película, haz lo que se hace con niños... ya sabes, lo que se hace cuando uno es padre.

—¿Qué hay de lo que hace una madre? —soltó él, de repente.

Alba no respondió de inmediato. Solo se volvió y caminó hacia la puerta, dejando que sus tacones hablaran por ella. Pero antes de salir, se giró con molestia en su voz.

—Llevo todos estos años siendo la mejor de todas y por eso me largué de tu casa o de esta tóxica relación que quieres tener donde me castigas como si… como si hubiese cometido un crimen —negó—. Esta noche tengo una cita con Ernesto y te juro por todo lo que amo que si me haces una escena o intentas arruinarlo, lo beso delante del primer periodista que conozca, ¿de acuerdo?

Él abrió la boca para decir algo, pero ella ya se había ido. Dejando tras de sí una estela de perfume, dignidad y confusión masculina.

La cena con Ernesto fue... agradable. Divertida. Un poco predecible, pero sin complicaciones. Algo que Alba necesitaba durante años. Sin lugar a dudas, era agradable hablar con él, y sobre todo le gustaba que no esperaba nada más que una conversación honesta. Sin embargo, la presencia de Massimo era una sombra sobre sus buenos momentos.

Maldito fuese su marido y lo que despertaba en ella incluso después de aquellos años. ¿Por qué seguía teniendo ese efecto en ella?

La mujer que decidió dejar de lado su preocupación disfrutó de una o un par de copas extras, pero cuando volvió al hotel, arrastrando su cansancio y las ganas de poder liberarse de Massimo o sus sentimientos, supo que su huida no había servido de nada.

La mujer dejó caer su bolsa sobre la mesa con total sigilo, su respiración envuelta por el dulce olor de la colonia masculina que una vez le pareció el olor del hombre que amaba. Debía admitir que su marido era de los hombres más guapos del medio. Si tan solo no fuera un completo idiota capaz de creer en cualquiera menos en ella… Quizás si le hubiese dado la posibilidad de hablar, ellos ahora serían felices, fueran una familia perfecta y no una relación en ruinas marcada por el odio de Massimo y las mentiras de su hermana. La mujer suspiró mientras se acercaba al minibar para beber una botella de agua.

Sus ojos fijos en el hombre tirado en el sofá de la suite. Dormido. Con la camisa desabrochada, mostrando ese maldito pecho que parecía cincelado por dioses con ganas de arruinarle la noche. Su brazo descansaba sobre su abdomen, la otra mano colgando del borde como si no tuviera preocupaciones en el mundo y, por supuesto, roncaba con esa respiración profunda que solía tener cuando dormía después de... bueno, después.

—Genial —murmuró Alba, cerrando la puerta del minibar con más fuerza de la necesaria.

Él no se movió, ni un parpadeo. Ella se acercó despacio, lo miró durante unos segundos con una mezcla de ternura, rabia y deseo asesino. ¿Cómo se podía sentir todo aquello por la misma persona o con la misma intensidad?

¿Cómo se atrevía? ¿A dormir así? ¿En su cuarto? ¿Con ese cuerpo? ¿Después de años de ausencia?

—¡Estás loca, Alba! —murmuró la mujer antes de inclinarse sobre el hombre dormido y plantar su boca sobre la suya en un impulso absurdo de recordar cómo se sentía estar en sus brazos, contra sus labios, disfrutando.

Sin embargo, él simplemente abrió sus ojos y la miró con odio, con asco, con tanta furia que no fue capaz de contenerse.

—¡Vete, Massimo! —ella tragó con dolor—. Vuelve a Milán, con tu novia, tu amante o lo que… lo que sea, solo lárgate de aquí.

—Alba, no voy a permitir que…

—Permite lo que quieras otro día, Massimo —dijo—. Vete de aquí. No quiero verte más por hoy, por favor.

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