La cámara rodaba, pero Alba solo tenía ojos para Ernesto. Sus cuerpos estaban peligrosamente cerca, respirando el mismo aire, rozándose en cada movimiento coreografiado con una tensión que traspasaba la pantalla. El guion pedía deseo contenido, pero lo que había en el ambiente era puro fuego, y ella estaba dando lo mejor de sí solo por la emoción de volver a las pantallas.
—Tienes que dejarme ir, sé que me deseas —susurró ella, con voz temblorosa, justo antes de que Ernesto la tomara por la cintura y la girara contra la pared del set de utilería.
—No quiero desearte, Iara, no puedo tenerte —respondió él con una voz grave, áspera, cargada de una lujuria perfectamente actuada, siguiendo a rajatabla el guion.
El set estaba en completo silencio hasta que el director gritó: “¡Corten!”, pero nadie se movió. Ernesto se quedó a centímetros de Alba, con una media sonrisa y la mirada fija en sus labios. Alba no lo apartó, porque no sabía cómo salir de las emociones que despertaba en ella el act