Alba colgó el teléfono temblando. No de miedo, sino de una mezcla confusa de emociones que le apretaban el pecho. Rabia. Dolor. Y, en lo más profundo, una chispa inexplicable de satisfacción. Massimo estaba celoso. Ridículamente celoso.
Se dejó caer sobre el sofá, frotándose el rostro con ambas manos. ¿Por qué una parte de ella quería sonreír? ¿Por qué ese arranque teatral de Massimo la hacía sentirse viva, vista, como si por fin él reaccionara? ¿Y por qué no bastaba?
—No, no —murmuró para sí—. No puedo caer en eso otra vez.
Justo entonces, su teléfono volvió a sonar. Era su hermana, Lia. Alba resopló con disgusto ante aquel número en su celular, pero no pudo hacer otra cosa que contestar, ya que si no, probablemente no dejaría de llamarla. Así era Lia, y Alba ya lo sabía.
—¿Hola? —contestó con la voz aún temblorosa.
—¡Alba! —dijo Lia con su tono cantarín habitual—. No sé qué pueda estar pasando por esa cabeza estúpida, pero lo que pasó hoy en ese programa no fue más que una molestia.