El día había amanecido con una calma engañosa. Alba no había cerrado los ojos en toda la noche, y la decisión que había postergado tanto tiempo la golpeaba con una crudeza insoportable: no podía mantener al bebé más tiempo en el hospital. Había firmado los papeles con la mano temblorosa, sabiendo que cada trazo de tinta significaba arriesgarse a que la verdad saliera a la luz. Al llegar a la casa de la colina, los niños la recibieron con los ojos brillantes, corriendo hacia ella como si intuyeran que traía algo distinto. Ella bajó del auto, con el pequeño envuelto entre mantas en brazos, y el mundo pareció detenerse cuando anunció que aquel bebé era su hermano.
Los tres se miraron entre sí, confundidos al principio, hasta que el mayor dio el paso de acercarse. Kiara acarició su frente con la punta de los dedos, Fabri lo observó con una fascinación muda, y Petro tragó saliva antes de preguntar si se quedaría para siempre. Alba sintió un nudo en la garganta, porque sabía que nada era pa