Massimo entró por la puerta del apartamento como un huracán domesticado. El chofer apenas tuvo tiempo de dejar su maleta antes de que él avanzara con paso firme hacia la sala, donde Lia, recostada en el sofá con una manta perfectamente doblada sobre las piernas y un té humeante en las manos, suspiró al verlo.
—Massi —susurró con voz apenas audible—. Viniste… estaba asustada, de la nada me… desmayé.
Él frunció el ceño. El médico le había dicho por teléfono que Lia estaba atravesando un cuadro de estrés. Que había llorado durante horas, que apenas comía, que necesitaba apoyo emocional urgente y, como un tonto, ahí estaba él, realmente pensando que estaba devastada.
—¿Cómo estás? —preguntó, dejando el abrigo en una silla. Se acercó con precaución, como si algo en esa escena no terminara de encajar—. ¿Por qué no sigues en el hospital?
—No me gustaba estar rodeada de todos esos enfermos —dijo con desagrado—. Pero ahora que estás aquí me siento mejor —dijo ella, estirando la mano hacia él,