El atardecer caía sobre la colina con un resplandor dorado, y el jardín que tantas veces había sido testigo de silencios incómodos y lágrimas se vestía ahora de flores blancas y guirnaldas sencillas.
No era una boda, no necesitaban etiquetas ni grandes preparativos. Era algo más íntimo, más profundo: una renovación de promesas, un recordatorio de que habían sobrevivido al pasado y habían elegido el presente juntos.
Alba caminaba hacia él con un vestido ligero, nada ostentoso, pero Massimo la miraba como si fuera la mujer más hermosa del mundo.
Dos años habían pasado desde aquella tarde en que lo había esperado en el porche con el bebé en brazos, y todo en sus vidas había cambiado desde entonces. Ella había alcanzado el éxito con su show nocturno, su programa se veía más allá de Roma, sin embargo, lo que más la llenaba era regresar a casa y encontrar a Massimo y a los niños esperándola con una cena improvisada y risas alrededor de la mesa.
Massimo, por su parte, era otro hombre. La a