Ese día de trabajo era el más ajetreado de todos hasta ese momento.
Servía interminables platos de comida al mediodía. No había parado ni un minuto desde que llegó el primer cliente. Iba y venía incansablemente, aunque sus pies gritaban por un poco de descanso, mas las tareas se acumulaban para ella. Aquí, allá, esto y aquello.
Se ocupó de lavar minuciosamente una montaña de vasos y cubiertos todavía tibios por el uso para volver a utilizarlos a la brevedad. A mitad de camino, ya la esperaban los baños: pisos por trapear, toallas y jabones para reponer, papeles tirados que parecían multiplicarse. La dueña seguía con su supuesto dolor lumbar, así que todo recaía sobre ella.
No podía discutirle por el sobreesfuerzo que ella estaba últimamente haciendo por el mismo sueldo. Tampoco podía saber si aquel malestar era cierto o no, ya que tenía la pequeña sospecha de que se indisponía minutos antes de que llegara el camión de alimentos o el de las bebidas, y debía ella transportar todo sin ni