La calma dentro del coche era tan densa que casi podía tocarla. Yo iba aferrada a la mano de Charles, sintiendo cada latido, cada pequeña respiración, como si tuviera miedo de que se desvaneciera en el aire. A mi lado, mi madre, Evelyn, sostenía mi otra mano con una ternura que rara vez me permitía ver, y don Augusto iba adelante con el chofer, hablando en voz baja sobre la logística del alta. El milagro de Charles vivo nos había unido a todos en un silencio reverente, pero debajo de esa quietud, yo podía sentir los engranajes de la guerra girando de nuevo.
Me preguntaba si mi madre y don Augusto ya habían hablado sobre lo que vi en la cafetería. Esa risa, ese brillo en los ojos de Evelyn, era la prueba de que el hielo de su corazón se estaba derritiendo. Me invadía una alegría furtiva por ella, pero enseguida el recuerdo de mi padre y el secreto de su infidelidad, y la existencia de mi media hermana que amenaza la empresa, me devolvía a la realidad. Don Augusto es un hombre honorable