Charles SchmidtLa mañana había comenzado como cualquier otra: informes, balances, contratos sin firmar y el constante murmullo del aire acondicionado en mi oficina. Estaba revisando una carpeta cuando sonó el intercomunicador.—Señor Schmidt —dijo la voz de Sandra, mi secretaria—, hay alguien que desea verlo. No tiene cita, pero insiste.Fruncí el ceño. —¿Quién es?—Amelia, señor.Guardé silencio por unos segundos. ¿Amelia? Después de todo este tiempo…—Déjala pasar —ordené.La puerta se abrió, y allí estaba. Amelia. Radiante, elegante, segura. La misma mujer que me robó el aliento en la universidad, la que debía ser mi esposa… y no Rebeca. Pero no venía sola. A su lado, un niño pequeño, de no más de tres años, caminaba tomado de su mano. Vestía un suéter azul, traía una tableta entre sus bracitos y sus ojos… maldita sea, sus ojos eran iguales a los míos.—Hola, Charles —dijo ella con suavidad—. Veo que no ha cambiado.Me recosté en el sillón. —Corta la nostalgia, Amelia. ¿Qué haces
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