Charles sonrió, con los ojos llenos de luz. —Sí, claro que sí. Y más si son hechas por mis tres hijos.
—¡Yupi! ¡Papá quiere sopa! —gritó Eva. Los tres salieron disparados con Carmen hacia la cocina. El ruido de sus pequeños pies se alejó, y la sala quedó en silencio.
Me recliné contra el sofá, exhalando. La paz era frágil, pero real. Miré a Charles. Él me devolvió la mirada, con una gratitud silenciosa que nos conectaba.
Don Augusto carraspeó, y mi madre se movió incómoda en su asiento. Era la señal. Sabía que la tregua había terminado.
—Bueno —dijo don Augusto, mirando a su hijo y luego a Evelyn—. Sé que no es el momento ideal, pero me gustaría aprovechar que estamos aquí, reunidos, para decirles algo.
Miré a mi madre. Ella me devolvió una mirada de apoyo silencioso, la misma que me había dado en el hospital, una mirada de “estoy aquí, pero esta es tu guerra”.
Charles frunció el ceño. Estaba débil, pero su mente era rápida.
—¿Qué sucede, papá? Si vas a hablarme de Amelia, sabes que y