Al día siguiente.
El amanecer no trajo calma, sino un vacío insoportable. Isabella despertó con el corazón acelerado, su respiración entrecortada.
Se giró en la cama, tanteando con manos temblorosas el espacio a su lado, pero el frío de las sábanas la estremeció.
Kaen no estaba allí.
Su pecho se apretó con un dolor que iba más allá del simple temor.
Era como si presintiera que algo malo había sucedido, como si su alma, enlazada a la de él, le gritara que estaba en peligro.
—¿Dónde estás, Kaen? —murmuró, apenas un susurro roto que resonó en la habitación vacía—. No me abandones cuando más te necesito… por favor.
El silencio le devolvió una respuesta cruel, y el peso de la soledad se clavó en sus huesos.
El día avanzó demasiado rápido.
Cuando el sol ya estaba alto, los tambores de la tribu comenzaron a sonar, llamando a todos a la ceremonia de nombramiento.
Era un evento que marcaba destinos: la proclamación de un Alfa, la consagración de su Luna, la unión de la manada bajo un nuevo lide