El viento helado del amanecer se filtraba por los ventanales del gran salón, levantando las cortinas como si fueran alas de humo.
Isabella permanecía de pie frente a Kaen, la mirada firme, los labios temblando entre la ira y la tristeza.
En su interior, su loba rugía con fuerza, deseando correr hacia él… pero el orgullo era más fuerte que el instinto.
—No puedo echarte del palacio, ni de la manada, Kaen —dijo con voz quebrada, aunque trató de sonar firme—. Puedes quedarte, puedes ser el Alfa si eso es lo que deseas. Supongo que no querrás irte…
Kaen bajó la mirada, mudo. Los músculos de su mandíbula se tensaron, como si luchara por contener el dolor que lo atravesaba.
—Mi loba —continuó Isabella, apretando los puños—, mi loba no puede rechazarte. No puede hacerlo, aunque lo intente. Pero yo… yo no puedo estar junto a ti. Quédate o vete, pero no vuelvas a provocarme, Kaen. Me hiciste tanto daño que ya no puedo creer en ti.
Las palabras, aunque dichas con serenidad, eran cuchillas.
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