La noche había caído sobre el bosque como un manto denso y plateado.
El aire olía a tierra húmeda, a luna llena y a presagio. Desde la cima del risco, podía verse el resplandor de las antorchas que iluminaban el círculo sagrado.
Era la noche que todos temían.
Isabella, vestida con un manto blanco, aguardaba en el centro del claro.
Sus manos temblaban apenas, pero su postura era erguida, digna de una Luna.
El viento jugaba con los mechones sueltos de su cabello oscuro, y la luz plateada de la diosa caía sobre su piel como si quisiera bendecirla o advertirle.
El consejo de ancianos estaba reunido. Los lobos más viejos, los guardianes del equilibrio, observaban con miradas graves.
Ninguno aprobaba del todo la ceremonia. Rechazar a un mate era desafiar las leyes del vínculo sagrado.
Romper el lazo era romper algo más profundo que el amor: era quebrar un pacto con la Diosa Luna.
Sin embargo, Isabella había decidido hacerlo. Había llorado, había suplicado al destino por otra salida, pero no