Isabella corrió con todo lo que le quedaba.
El bosque la tragaba con sombras y raíces, y su respiración era un latido desbocado que parecía querer arrancarle el pecho.
Cada paso quemaba, cada rama que se enganchaba en su vestido le recordaba la prisa desesperada por encontrar a Kaen, por llegar a su lado antes de que el olor la traicionara por completo.
Necesitaba salvarse. Necesitaba que él la encontrara.
Entonces percibió el cambio: el aire se volvió denso, lleno de un aroma metálico y salvaje que la hizo detenerse en seco.
No estaba sola. La oscuridad se llenó de ojos que la miraban, cuerpos que emergían de entre los árboles como si la tierra misma los hubiera vomitado.
Los lobos la rodearon en un círculo apretado; sus hocicos aspiraban el aire con voracidad. Isabella sintió en la nuca el frío de la traición: su celo inducido había sido una señal para cualquiera con instinto de manada.
El pánico le quemó la garganta.
Su loba interior rugió tratando de subir, intentando tomar el con