Isabella se sentó en medio del círculo de ancianas, fingiendo calma.
Sus ojos, como siempre, se mantenían bajos, sin enfocar nada. Nadie debía sospechar que en realidad podía ver.
Cerró los párpados con suavidad, respirando hondo. La ceremonia exigía que entrara en trance, que dejara que su loba interior respondiera.
El silencio era espeso, cargado de humo de hierbas y susurros rituales.
Isabella trataba de relajarse, de dejarse llevar, cuando algo extraño comenzó a recorrer su cuerpo.
Primero fue un cosquilleo en sus labios, luego un calor abrasador que se encendió en su pecho y descendió como fuego líquido por su vientre. Intentó ignorarlo, pero era imposible. El ardor se multiplicaba con cada segundo, sus músculos temblaban y su respiración se volvió entrecortada. Un jadeo se escapó de sus labios.
—¿Qué… qué está pasando? —murmuró, tambaleándose como si no pudiera orientarse.
La anciana que sostenía la copa de madera apartó la mirada.
Isabella fingió buscarla con torpeza, extendien