Cuando los pasos resonaron en el pasillo, Claire no perdió el pulso.
Fue calculado: dejó caer el cuerpo teatralmente, se retorció un poco, apoyó la mano en el vientre y dejó escapar un sollozo lastimero que sonaba igual que el de una hembra herida.
La actuación le dio la nota exacta de vulnerabilidad; su respiración entrecortada llenó la habitación como una invitación a la piedad.
La puerta se abrió de golpe y Kaen entró disparado, los músculos tensos, la presencia de alfa llenando el aire como un aviso.
Al verla derrumbarse, su mente se fragmentó en un segundo: pensó inmediatamente en sus cachorros, en el peligro, en la sangre que no debía tocar a los suyos.
—¡Claire! —bramó, con la voz quebrada por el miedo—. ¿Qué hiciste? ¿Qué pasó aquí?
Claire, temblando en su papel, lo señaló con un dedo tembloroso.
—¡Fue ella! —sollozó, con los ojos encharcados—. ¡Ella me atacó! ¡Isabella me hizo daño!
La acusación cayó como una bomba. Kaen giró la vista hacia Isabella, que estaba erguida en medi