Kaen llevó a Isabella hasta la mansión bajo un silencio denso, casi insoportable.
No le permitió ver a sus hijos, no le dio tiempo de respirar ni de entender lo que acababa de suceder en la frontera.
La arrastró por el largo pasillo de piedra, iluminado apenas por la luz de la luna que se filtraba entre las cortinas. Su mirada era fría, pero en el fondo ardía algo feroz: deseo, furia, desesperación.
Todo mezclado en un torbellino que amenazaba con consumirlos a ambos.
La puerta de la habitación principal se cerró de golpe.
El sonido metálico del cerrojo retumbó como una sentencia. Isabella retrocedió un paso, intentando mantener la calma, pero el corazón le golpeaba con fuerza.
—Déjame ir —susurró—. Solo quiero ver a mis hijos, Kaen.
Él no respondió.
Caminó hacia ella, aun con el cuerpo desnudo bajo la bata que apenas lo cubría después de transformarse de su forma lobuna.
Su piel estaba perlada de sudor, sus ojos brillaban con el resplandor dorado del Alfa en control.
—¿Así que le imp