El fuego no se apagó, pero tampoco trajo calor.
Las brasas que acompañaban a Rhea y Kael al salir del Templo de la Llama Eterna ardían con un resplandor melancólico, como si hubieran presenciado algo sagrado… o maldito.
El amanecer los recibió desprovisto de color. Un cielo gris, cubierto de nubes inmóviles, se extendía como un techo descompuesto sobre el bosque de Andhal. Las hojas, antes susurrantes, ahora crujían al menor contacto. El aire pesaba, saturado por un eco invisible que hacía difícil respirar. Rhea sentía que el mundo contuviera el aliento.
Ella caminaba envuelta en una capa negra, la capucha baja sobre el rostro, los puños cerrados para que el temblor de sus dedos pasara desapercibido. Kael iba a su lado, en completo silencio. Su figura alta y cubierta de cuero oscuro era tan imponente como la sombra de una montaña.
No se tocaban, pero el vínculo entre ambos vibraba con una intensidad baja y constante, como un hilo invisible tensado al límite.
Rhea no quería pensar