El eco de la voz de Veyrion seguía vibrando en la cámara incluso después de que sus palabras se extinguieran. “¡Y también... que seas mía!”
Rhea no se movió. Sus pies parecían clavados al suelo, no por miedo, sino por la fuerza de un fuego que se enredaba en su interior, exigiendo ser escuchado. La atmósfera alrededor parecía densificarse, saturada de un calor espeso que rozaba su piel como dedos invisibles. Cada rincón de la sala parecía latir al ritmo de su corazón desbocado.
En su espalda, la marca brillaba con una intensidad casi insoportable, como si cada runa despertara de siglos de letargo para cantar al unísono una verdad que apenas comenzaba a comprender. Las espirales ardían con una lengua viva, reclamando y suplicando al mismo tiempo.
Frente a ella, el Primer Fuego, en forma de hombre, se alzaba como