El amanecer no trajo consuelo.
Las brasas de lo ocurrido la noche anterior seguían ardiendo en la mente y en el cuerpo de Rhea. Sus pensamientos giraban sin descanso, una espiral de emociones enfrentadas que le robaban el aliento. Caminaba con Kael entre los antiguos pasillos de piedra de Athrek-harn, pero el silencio que compartían era todo menos cómodo.
Ella no sabía si tenía frío o calor. El aire a su alrededor parecía más denso desde que tocó el fuego de Veyrion. Sus sentidos estaban alterados: los colores eran más vivos, el roce de la piedra bajo sus dedos más profundo, el sonido de la respiración de Kael más inquietante. Todo había cambiado.
Y lo sabía.
La marca en su espalda no solo ardía: palpitaba con una fuerza viva, como si cada latido intentara sincronizarse con un segundo corazón. La piel en torno a ella estaba más sensible, como si su cuerpo entero se hubiera vuelto un instrumento para canalizar algo más grande que ella. Cada vez que daba un paso, una corriente eléctrica