Rhea no recordaba haber caminado, y sin embargo, se halló de pie ante la entrada encajada en la roca negra. Una brisa ardiente salía desde el umbral, cargada de un aroma mineral, denso, casi sensual. Sus dedos temblaban, pero no por miedo. Cada paso hacia esa puerta la hacía sentirse más ella misma y menos la que había sido. La marca en su espalda ardía con un brillo rojo profundo, y bajo la piel, el fuego vibraba como una voz contenida que buscaba estallar.
La cámara del dragón no se presentaba como un lugar, sino como una presencia. Cuando cruzó el umbral, no sintió el suelo bajo los pies. Sintió el pulso de la montaña, el calor de un corazón dormido que la reconocía. Y al fondo, de pie entre las brasas vivas de un altar circular, Veyrion esperaba.
Ya no era una criatura de escamas y alas. Su forma humana era tan perfecta que dolí