El amanecer no trajo luz.
Solo una penumbra densa que se arrastraba entre las columnas de piedra del santuario, como si el mundo aún no estuviera listo para ver lo que había despertado. El aire era espeso, cargado de ceniza y un leve aroma metálico, como si el santuario respirara los restos de un fuego que nunca se extinguía del todo. Cada paso sobre el suelo provocaba un crujido sordo, como si las piedras recordaran cada paso antiguo dado allí.
El fuego encendido durante la noche chispeaba en silencio, como si temiera ser escuchado. Rhea permanecía de pie junto al borde de la terraza, la piel erizada por algo que no era frío. Una presión invisible la envolvía, como si el mismo santuario estuviera conteniendo el aliento. Sus ojos estaban fijos en el horizonte, donde las nubes se agrupaban como un ejército aún dormido.
La visión no la había abandonado. Seguía grabada bajo sus párpados, latiendo con cada pulso de su marca. La niña encadenada, la reina de fuego y huesos, Kael muerto, Vey