La noche anterior había sido larga, demasiado larga.
Everly no salió de la habitación desde que pidió “tiempo”, y aunque la casa permaneció en silencio, Eiríkr no pudo dormir. Pasó la noche entera sentado en el sofá del salón, con las luces apagadas y el corazón encendido en una angustia que lo devoraba más que cualquier enemigo.
Al amanecer, el sonido del motor de un auto lo arrancó de aquel limbo, se desperezó para luego mirar por la ventana. Un vehículo gris se detuvo frente al portón, reconoció la placa de inmediato.
Era Erin, su hermana mayor.
La puerta principal se abrió con el sonido metálico habitual. Erin entró cargando a Deneb, aún dormida, envuelta en una cobijita rosa.
—Buenos días… —saludó suavemente, aunque sus ojos enseguida se afilaron al ver el rostro de su hermano, lloroso y con ojeras—. ¿Qué demonios pasó aquí?
Eiríkr respiró hondo, no quería tener que explicarse.
La dejó pasar y le indicó con un gesto que esperara. Erin acostó a Deneb en el sillón y le puso un muñe