La bodega segura de la Corona Negra no aparecía en ningún registro oficial. No tenía una dirección, ni dueño, ni historia registrada en algún lado.
Era un fantasma escondido entre hangares antiguos y fábricas abandonadas en la periferia de Denver, el tipo de lugar donde nadie preguntaba y donde los silencios pesaban más que los pasos de los hombres que ahí se daban.
Dentro, solo se escuchaba el sonido del metal chocando contra metal, eran golpes secos, rítmicos e implacables, solo había una persona, en medio de la oscuridad se encontraba el Dragón Rojo entrenando en solitario.
Su torso desnudo brillaba bajo la luz amarillenta del foco industrial, cada músculo marcado como una cuerda tensada a punto de romperse. Tenía el cuerpo cubierto de cicatrices: líneas antiguas, algunas finas como hilos, otras profundas, torcidas, como si hubieran sido hechas con placer y crueldad.
Marcas que contaban historias que él nunca decía en voz alta.
Así mismo, su piel era adornada por distintas tintas o