Celia se había marchado y me quedé sin aliento, con el corazón aún palpitante por la infructuosa persecución. Me detuve y giré lentamente hacia la casa, derrotado. Mi suegra me observó con una mirada que destilaba rabia y desesperación antes de girar sobre sus talones y entrar en la casa para enfrentar la tempestad que se había desatado.
Dentro, el aire estaba cargado con el peso de las palabras no dichas y las acciones precipitadas. Encontré a mi suegro, un hombre cuya furia parecía haberse apoderado por completo de su razón, y a Celeste, que se aferraba a sí misma en un intento vano de protección, su rostro rojo como muestra de lo que había hecho su padre. En cuanto mi suegro vio a mi suegra, su frustración encontró un nuevo blanco. Las palabras salieron como balas, cada una cargada con el veneno del descontento acumulado. &mdas