Las señales estaban allí, y me había negado a verlas. Roger siempre complaciente con Celeste, atento a sus caprichos, justificando sus regalos y atenciones con la excusa de que era la "hermanita menor". Y yo, creyéndome especial, no era más que la espectadora ingenua de su romance perverso. Cada vez que cierro los ojos, las imágenes se proyectan como una película cruel: los guiños cómplices en las cenas familiares, los susurros que compartían frente a mí, que era ajena a su mundo secreto, las desapariciones simultáneas que ahora cobran un nuevo significado. La verdad es un ácido que corroe mi ser. Debieron ser ellos dos, enredados en su pasión prohibida, quienes mancharon mi refugio antes incluso de que yo pudiera llamarlo hogar. Roger había insistido en esperar hasta la boda para consumar nuestra relación, una farsa piadosa para ocultar que ya saciaba sus deseos con Celeste. Pero la pregunta que me atormenta es: ¿por qué? Si su amor era tan ardiente, ¿por qué no se unieron ellos
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