Rodrigo Villalba ingresó a la sala desde la cocina con el aplomo de quien se cree aún dueño de todo, aunque por dentro estuviera carcomido por el miedo. La casa estaba silenciosa, salvo por el murmullo lejano de la lluvia golpeando las ventanas y el sonido tenue de cubiertos siendo colocados sobre la mesa del comedor por el personal de servicio. En sus ojos se leía una calma fingida, una máscara cuidadosamente construida para ocultar la tormenta interna que lo devoraba.
—Vaya… —dijo con tono casual, aunque sus palabras estaban afiladas como cuchillas—. No sabía que habías llegado, Alejandro.
Alejandro Santoro, que aún estaba junto a Elena, sentados a cierta distancia en uno de los sofás de la sala, se irguió al escuchar su voz. Elena también se tensó visiblemente, pero no se levantó. La voz de Rodrigo era suave, pero debajo de esa suavidad se percibía la misma amenaza latente que se siente antes de un terremoto.
—Buenas tardes, señor Villalba —saludó Alejandro con formalidad.
—¿Vienes