El despacho de la mansión Villalba parecía más pequeño esa mañana. Las cortinas pesadas apenas dejaban colarse la luz del sol, creando una atmósfera densa y opresiva. El aire, cargado de tensión, era casi irrespirable. La alfombra absorbía el ruido de los pasos, y el viejo reloj de péndulo en la esquina marcaba el tiempo con una lentitud exasperante. Camila Villalba estaba de pie frente a Rodrigo, quien acababa de sentarse tras su escritorio, pero pronto se levantó al no soportar esa distancia simbólica entre ellos.
—¿Qué quieres lograr con todo esto, Camila? —preguntó con una voz ronca, un tono que oscilaba entre la súplica y la amenaza—. ¿Arruinarme? ¿Verme en la ruina? ¿Ese es tu objetivo ahora?
Ella lo miró con calma, aunque por dentro su corazón latía con violencia. No era miedo lo que sentía, sino una especie de tristeza amarga, como la que se siente al descubrir que alguien a quien se amó profundamente nunca fue quien decía ser.
—No tengo que hacer nada para arruinarte, Rodrigo