La puerta principal de la mansión Villalba se abrió con un leve chirrido que parecía anunciar el comienzo de algo inevitable. El aire en la sala era denso, casi irrespirable, como si las paredes mismas presintieran que algo estaba a punto de romperse. El sonido de los tacones de Leticia resonó con firmeza sobre el mármol, seguido por los pasos más discretos de su madre, Camila, y de Elena, quien cerraba la marcha con el rostro sereno, pero el pecho agitado.
Las tres entraron con un aire de resolución que contrastaba con la tensión que se percibía en el ambiente. A pesar de la aparente calma del espacio —los cuadros perfectamente alineados, el brillo impecable del piso, los jarrones sin una flor fuera de lugar—, todo parecía frágil, como si una sola palabra pudiera desatar un terremoto.
Y entonces lo vieron. La primera en percatarse de su presencia fue Camila Villalba.
Rodrigo Villalba estaba de pie, junto a la chimenea apagada, con las manos cruzadas detrás de la espalda y la mirada f