Blehien de Fraehen me ofreció oportunamente una copa y la tomé, deseosa de calmar con vino mi rabia, pero al apurar el contenido descubrí que se trataba de un jugo delicioso, muy dulce y fresco, al igual que la joven que me lo ofrecía. Quizás por su familiaridad con mi esposo, Blehien se sentía movida a compadecerme y por eso intervenía cuando lo creía necesario. Miré fijamente a la muchacha y supe que estaba en su naturaleza ser gentil y considerada, cosa que me tranquilizó porque si compartía esas mismas virtudes con su primo, no tenía motivos para temer.
—Su majestad deberá disfrutar de esta celebración en su honor y mañana habrá otra antes de…
Ella no continuó, guardó silencio de forma respetuosa y se apartó con un rubor muy gracioso en sus mejillas.
Ya tenía la respuesta que tanto ansiaba: no volvería a ver a mi esposo hasta la siguiente noche en la que tendríamos que consumar nuestro matrimonio. Suspiré, no pude evitarlo y me alegré de que el astil del fuego no estuviera allí para presenciarlo, aunque de seguro su sobrina le contaría hasta el más mínimo detalle, que recogía con su descarado escrutinio.
La entrada de nuevos artistas y animales bulliciosos me apartó de mis pensamientos. No conseguí hacer más que reírme de las ocurrencias de los bufones que seguían a los recién llegados, imitando su paso arrogante y la actuación natural de las aves cuyas plumas tan coloridas atraían a los que me rodeaban. La música se hizo cómplice de las artes hermanas y las cintas volaron entrelazándose para crear una red brillante por donde cruzaron las aves, huyendo sin dudas de los enormes felinos que traían algunas bailarinas sujetos por correas.
Disfruté de semejante ocurrencia y no permití que mi mente volviera a alejarse hasta lugares oscuros, porque ya tenía bien claro que allí me faltaban muchas penas por sufrir y bien merecía un poco de diversión, ya que después de todo necesitaba saber cuál sería la recompensa por tantos sacrificios.
—Majestad, permítame presentarle al cabeza de su guardia— me pidió el Astil del viento en su acostumbrado tono amable.
Asentí con un gesto y el joven aludido se acercó para reverenciarme solemnemente. Era quizás unos años mayor que yo, pero tenía cicatrices en el cuello que ascendían hasta sus oídos, donde el cabello dorado no era capaz de ocultarlas. Alzó el rostro y percibí el respeto que me tenía. Estaba conmovido y en sus ojos pardos refulgió el deseo de servirme.
—Su nombre es Dízaol de Sethen —continuó el astil del viento—. Luchó junto a su majestad para recuperar nuestro reino y es reconocido por su lealtad hacia la casa de Édazon.
Al parecer no me había equivocado en mi primera impresión del muchacho y con solo observar a los guardias que me flanqueaban, supe que también sus hombres lo admiraban; pero lo que no esperaba era que mis propias doncellas sonrieran embobadas, como si no fueran capases de mantenerse serenas frente a él.
Evidentemente yo no era la única que se sentía arrobada por los encantos de un hombre y gocé de ese momento, al igual que el astil, cuya mirada perspicaz se cruzó con la mía.
Quise extender mi mano hacía el guerrero y así poder mirarlo más de cerca, pero Blehien me lo impidió con una tos ligera, lo suficientemente astuta como para hacerme notar que no me proponía algo correcto.
—Majestad, la reina solo toca a aquellos a los que favorece por encima de otros y en mi modesta opinión, es muy pronto para favorecer a alguien — me dijo la joven, disfrazando sus palabras sabias con una sonrisa que a los espectadores les parecería prueba de algún comentario inocente—. Disculpe mi atrevimiento, pero alguien debía advertirle.
—Gracias— logré mascullar.
El astil del viento y el cabeza de mi guardia se retiraron, dejando magníficos regalos en la abarrotada mesa que apenas resistía el peso.
— ¿Cuándo podré retirarme? — le pregunté a Blehien.
—Su majestad puede retirarse en cuanto lo desee—. Se apresuró a responder la pelirroja, inclinándose para mirarme fijamente.
Me habría encantado desairarla, hacerle notar que no hablaba con ella y que sabía perfectamente que sus órdenes eran las de espiarme, pero me contuve, le sonreí y acepté su servicio.
—Estoy cansada pero no quisiera ofender a los invitados al reiterarme.
—Mañana habrá otro banquete, majestad —me dijo—. Los invitados podrán acercársele allí y estoy segura de que comprenderán los motivos que la llevan a abandonar la celebración. Todos estamos cansados. Ha sido un día muy largo.
Blehien asintió, apoyando a la pelirroja que de inmediato se ocupó de anunciar a los heraldos mi despedida. Se escucharon murmullos, suspiros, y al detenerse la música se hicieron más intensas las pruebas de desilusión por parte de los festejantes, que me despedían con genuflexiones y miradas curiosas. Atravesé la plataforma, y por un breve instante solo se escuchó el murmurar de las telas de mi traje al rosarse entre sí, hasta que los guardias avanzaron para escoltarme en una formación tan apretada que me pareció exagerada. Las doncellas me seguían y los astiles volvieron a sus puestos de honor para continuar con los festejos, pero no se mostraban molestos por mi decisión, así que preferí no incomodarme más con lo que creía que pudieran estar pensando.
Rápidamente noté que no tomábamos el mismo camino de regreso a mis aposentos y al detenernos frente a la gran puerta blanca, recordé que ya no sería tratada nuevamente como la princesa, sino como la reina de Áthaldar.
Entramos al primer salón, repleto de flores y regalos que conformaban un ruedo, siempre por debajo del límite trazado con una cinta dorada donde se recogían los nombres de las reinas que alguna vez ocuparon esas cámaras. Había olvidado esa tradición y me entretuve recorriendo aquel espacio donde también aparecería mi nombre.
Ninguno de los presentes se atrevió a apremiarme y aguardaron pacientemente, siguiéndome con cierta distancia entre nosotros. Caminé hasta encontrar la puerta y extrañé los cuadros donde debía recogerse la belleza de las primeras Lunas de Áthaldar, pero ahora yo reinaba y podía cambiar cuanto desease, por lo que no tardaría en desempolvar esas tradiciones que, por ausencia de una mano femenina, se mantenía olvidadas.