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 El astil del viento se acercó con paso lento, ceremonioso, y nos ofreció dos copas enjoyadas, enlazadas por una cinta blanca. Imitando al rey, tomé una de las copas y bebí del agua que contenían, cuidando de no apartarme demasiado porque la cinta me mantenía sujeta a mi esposo. Luego siguió el turno de un joven al que identifiqué de inmediato. No podía ser otro que Dázahion de Fraehen, primo del rey y sus rasgos tan similares fueron los que me ayudaron a reconocerle. Él me sonrió y en sus ademanes percibí una amabilidad que ningún otro noble me había demostrado hasta entonces. Mi esposo le devolvió el saludo y rieron en una complicidad que no me pasó desapercibida.

La música se tornó repentinamente suave, dulce, casi triste y el rey me tomó de la mano para conducirme frente a las mesas, tan cerca de los astiles que pude comprobar la emoción en sus rostros. Al mirar con detenimiento, descubrí que la plataforma y las mesas del banquete, estaban levantadas sobre un círculo mayor, conformado por la tierra acumulada que viajó en cestas, durante varios días con tal de que hubiera una representación de cada pueblo bajo los pies de sus monarcas en su primer baile como marido y mujer.

Los pasos del rey abrieron la danza y sin liberar su mano, le correspondí con la gracia que ponía siempre cada uno de mis ademanes. Me había preparado durante muchos años para ese momento, aunque en mi mente lo hubiese negado, pero ahora era tan real que me sentí abrumada, conmovida. Alcé la mirada y encaré a ese joven a quien debía obediencia y sobre todo mi lealtad. Yo le pertenecía, fue eso en lo único que pensé cuando acercó su rostro despejado al mío para dejarme respirar su aliento.

Tendría que amarlo y servirle y esa idea no parecía desagradable. Rownan era hermoso, fuerte, detrás de sus ojos escondía una inteligencia que se le escapaba, a pesar de que los buenos modales le exigieran no ser imponente y aunque muchos creyeran que, por ser un guerrero feroz, no tenía tal don. Sí, él era fácil de descifrar, pero lo que se hacía cada vez más evidente era que yo también le complacía.

El rey me agasajaba con sonrisas, gestos amables, ponía cuidado hasta en detalles simples como en la amplitud de mi vestido, procurando que nuestra danza no me hiciera caer y cuando la música cobró más ritmo, tuve la certeza de que me exploraba con la misma ansiedad con la que yo lo hacía. Me miraba, recorría mis curvas y se detuvo descaradamente en el busto antes de alejarme para alzarme, de modo que mi traje se abriera con la pirueta, imitando el movimiento de una flor al despeinarse, gesto que arrancó suspiros en los espectadores.

Yo también quise aprovechar la ocasión tan idónea para descubrir los encantos de ese hombre. Deslicé mi mano hasta su hombro, tanteando sus músculos fuertes, tensos por la pose que la danza exigía y aparté el rostro en el instante en el que una sonrisa se me escapó. Ahora tenía que reconocer que mi tío estaba en lo cierto al afirmar que un esposo apuesto siempre era una ventaja agradable en el matrimonio y le agradecía por haberme persuadido.

Me incliné de modo que mi mejilla quedó tan cerca de la suya como para robarme un poco de su calidez y volví a ser víctima del aroma que desprendía de forma despiadada. Me encantaba, me hechizaba como si todo mi raciocinio despareciera para dejarme convertida en un animal incapaz de resistir sus instintos.

Quise apartarme y él me lo impidió, aferrándome más por el talle, casi midiéndolo con el arco de su brazo, mientras me guiaba con el otro. Al parecer le gustaba mantener la iniciativa y su imposición me resultó encantadora.  Nuestras miradas se encontraron y la música volvió a descender hasta quedar como un murmullo que nos incitaba a seguir explorando.

Las estrellas nos observaban cuando el silencio recuperó su espacio, siendo finalmente desmoronado por los aplausos y vivas que llegaron a ser molestos, pero mi esposo no me liberaba. Sus brazos me mantenían aprisionada y yo, en una rendición deliciosa, extendí mis manos por su pecho, intentando recobrar el aliento y la voluntad para abandonar aquel mágico trance que me debilitó de un modo envidiable.

—Luna mía.

Su voz calmó la impaciencia de mi corazón y tomándome nuevamente de la mano, me devolvió al trono, que ocupé con ayuda de las doncellas. Me ordenaron el vestido, ahora demasiado amplio a mi entender y fatigoso, como una envoltura que reprimía la libertad con la que deseaba correr y pedirle a mi esposo que no se alejara.

Inmediatamente los astiles se acercaron para colocar sus regalos en las mesas que me flanqueaban y pronunciaron algunas palabras, pero yo apenas tuve conciencia de ello, porque la lejanía del rey me atormentaba. ¿Por qué no ocupaba su lugar a mi lado? Lo seguí con la vista hasta un grupo de jóvenes que le recibieron enardecidos y procuré escuchar lo que hablaban, sin embargo, fue imposible. Tuve que conformarme con sonreír a quienes me saludaban y prestaban juramento, llevando escudos y otras insignias representativas de su casa, tapando la vista clara que tenía del hombre cuyas vestiduras doradas me ayudaba a distinguirlo de otros. 

¿Qué me estaba ocurriendo? Horas antes, la incertidumbre superaba a cualquier otro pensamiento y ahora no podía dejar de pensar en mi esposo. Atrás quedaban las preocupaciones, las ofensas, ni siquiera me molestaba que el astil del fuego no apartara sus pupilas hirientes de mi rostro.

Habría querido interrogar a una de las doncellas hasta asegurarme de que el rey volvería a mi lado, pero hasta ese momento, nada indicaba que hubiese otra ceremonia que tuviésemos que compartir y me empezaba a inquietar la idea de que esa noche no se celebraría la consumación de nuestro matrimonio.

No había nada que pudiera hacer para calmarme, porque sin lugar a dudas sería demasiado vergonzoso indagar sobre esas costumbres que yo mejor que nadie debía conocer y probablemente el astil del fuego sabría usar tal descuido en mi contra.

Otro grupo de familias nobles se acercó, entregándome sus presentes y me llamó la atención los gestos exagerados que hacían con tal de que no apartara la mirada de ellos.  Querían asegurarse de que los tuviera en cuenta y la magnificencia de sus obsequios me hizo entender que trataban de procurase un puesto en el servicio cuando llegara la hora de conformar mi séquito.

  —Su majestad, el rey, se retira a sus aposentos —anunció una de las doncellas a mi espalda.

Me incorporé rápidamente, algo confundida.  No sabía si tenía que seguirlo o si debía permanecer allí y al voltearme, encontré al astil del fuego sonriente, en espera de que cometiera un error por el cual reclamarme justificadamente. Le devolví la sonrisa, no dejaría que me humillara y mucho menos que me estropeara la celebración.

Avancé varios pasos y despedí a mi esposo con una reverencia que él imitó perfectamente antes de ser flanqueado por el odioso pelirrojo, que casi tuvo que correr para llegar a tiempo, y por el astil de la tierra. Todas las miradas estaban puestas en mí y por eso preferí mantener la expresión calmada y regresar al asiento, aunque en verdad me hallaba totalmente desconcertada.

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