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En una artimaña arriesgada, uno de ellos se lanzó para arrebatarme el arma, a la vez que los tres que quedaban en pie hacían su mayor esfuerzo para acorralarme y los replegué, propinándole un buen puñetazo al primero y una patada al segundo.

Los otros dos retrocedieron y quise demostrarles el error que acababan de cometer, cuando la ventana de la torre volvió a abrirse y esta vez era mi esposo quien se asomaba indignado.

— ¡Luna mía! —gritó.

—Me preparo para el viaje— me apresuré a explicarle.

—No tiene por qué hacerlo— afirmó encolerizado—. Cuenta con soldados dispuestos a defenderla, así que no tendrá que empuñar sus armas.

—Majestad, soy una Édazon y no me sentaré a ver como otros luchan por mí— le aseguré indignada y sin prestar atención a las chispas brillantes en sus ojos.

Él no me contestó, pero al darme la espalda y desaparecer, tuve la certeza de que esa discusión no acabaría allí. Me volteé para encarar a los soldados y el nerviosismo en sus rostros casi me arranca una carca
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