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Fue aun peor cuando le arrebató dos jarras enormes a una de las doncellas y me las entregó, salpicando la alfombra que vestían los suelos de madera.

Finalmente atravesamos los corredores y en vez de buscar las escaleras hacia nuestros aposentos, el rey se desvió, pateando una de las puertas del pequeño salón de música. Allí me arrojó sobre un diván y quitándome las jarras, las dejó en la mesa, antes de clausurar la puerta con uno de los muebles.

— ¿Su majestad ha enloquecido?

—Es increíble que no lo haya hecho antes.

Coincidí totalmente y lo recibí con los brazos abiertos, para quitarle la poca ropa que le quedaba. Estábamos hambrientos, urgidos de un placer que solo encontrábamos al unirnos y mis gemidos pronto hicieron eco en aquella pequeña cámara.

No dejé que se impusiera y rodamos hasta que pude sentarme sobre su miembro erguido. Por el aliento tibio con el que me acarició, tuve la certeza de que esta vez se dejaría guiar y robándole un beso, lo guié con las manos hasta sentirlo
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