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Avanzamos con mucho cuidado, procurando no perder el equilibrio y la firmeza de Dízaol ayudaba a que mi esposo no sufriera más por el traslado. Finalmente llegamos a la tienda y Sialen corrió a encender los candelabros y antorchas, a la vez que los médicos se preparaban para el difícil proceso de intentar salvar a su rey.

No me pasó inadvertido el vendaje que cubría la cabeza del médico y el estado quejoso de las mujeres que le asistían, pero ninguno de los presentes en aquella tienda estábamos ilesos. El astil del fuego ahora presentaba una piel tan enrojecida como sus cabellos y respiraba con dificultad. Dízaol parecía encendido, como si no pudiera deshacerse de la energía puesta en la batalla y yo no hacía más que calcular cada paso, tratando de evitar faltas irreparables.

El lecho se cubrió muy pronto con la sangre de mi esposo y los quejidos que cruzaban su garganta, me afectaron tanto, que por un momento creí que perdería el conocimiento, sin embargo, logré arrodillarme a su lad
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