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Los lamentos se hicieron insoportables y el alto señor del sol se arrodilló, fingiendo llorar, cuando realmente observaba como los enemigos se acercaban sigilosamente.

—Ya estamos rodeados— me advirtió.

Me aparté del cortejo y caminé hacia la cima de la colina, seguida por el astil del fuego y el alto señor del sol, así como del cabeza de la guardia de la luna. Los soldados tomaron sus armas, pero permanecieron junto a la tumba y desde allí observaron cómo Éhiel descendía de su caballo para saludarme.

— ¡Luna gloriosa! —gritó—. ¡Luna de paz!

Le correspondí con una leve inclinación y escuché el rechinar de los dientes del astil del fuego, que apenas lograba contralar su rabia.

—Siento mucho haber acabado con el esposo de quien hace muy poco llegó a ser madre— me dijo Éhiel.

No le contesté y volteándome para mirar a mis hombres, me eché a reír descaradamente. Todos estaban sorprendidos y les arranqué nuevas exclamaciones al quitarme la capa, para dejar al descubierto el vestido dorado
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