Desperté sin saber en qué momento me había dormido.
La luz entraba por la ventana. Una luz suave. No sabía qué hora era.
El cuarto estaba silencioso. El aire estaba frío y quieto.
Sentía la cabeza pesada. La boca seca. La piel tirante de haber llorado.
Me senté en la cama.
Entonces lo escuché.
El grito.
Un alarido que se quebraba en el aire.
Deerk.
Me levanté sin pensar.
Corrí por el pasillo. Bajé las escaleras casi tropezando. Abrí la puerta del sótano.
El grito se sentía más fuerte ahí.
No era solo sonido. Era dolor empujando contra las paredes.
Lena estaba inclinada sobre él.
Thea también.
Ambas con el rostro tenso y concentrado.
Deerk estaba atado a la mesa.
Los ojos cerrados.
El cuerpo arqueándose como si algo lo jalara desde adentro.
—Deerk —dije, acercándome.
No sabía si podía oírme.
Pero dije su nombre igual.
—Aquí. Ya estás aquí. Estás a salvo.
Su respiración era rápida. Forzada.
Sus manos se cerraban como si estuviera luchando contra algo que no podíamos ver.
Lena no levantó