Subí los escalones despacio. Cada paso me pesaba. El aire del sótano era espeso, caliente, lleno del olor a sangre y a metal. Sentía que en cualquier momento iba a caer.
Tenía las manos temblorosas. La vista nublada.
Solo necesitaba agua. Nada más.
Al llegar a la cocina, apoyé la mano sobre la mesa. Me dolían los músculos del brazo, como si hubiese peleado toda la noche. El vaso se me resbaló dos veces antes de poder llenarlo.
Tomé un sorbo. Otro. El agua bajó fría y amarga.
El ruido detrás de mí me hizo girar.
Eiden subía las escaleras del sótano. Su rostro estaba manchado. El suero que Lena había preparado para Deerk le había salpicado la camisa. Tenía las mangas arremangadas y el ceño fruncido.
Sus ojos me buscaron. No con rabia. Con algo peor: preocupación.
—No deberías estar sola —dijo.
—Solo vine por agua. —Intenté sonar firme. No lo logré.
—No estás bien. —Dio un paso más.
Negué con la cabeza. —Estoy bien.
No lo estaba. Me dolía la cabeza. El pecho me latía como si no cupiera e