La atmósfera en Brumavelo era irreal. El humo de la Llama aún flotaba en el aire cuando Aeryn avanzó montada al frente, envuelta en su capa roja, el rostro sereno, casi inhumano. La gente la observaba desde las veredas y balcones: algunos aplaudían con lágrimas, otros se arrodillaban sin atreverse a alzar la vista. Habían presenciado el juicio. Habían visto el fuego sagrado consumir a Kessha.
Y ahora, veían a su Alfa desfilar como si fuera algo más que carne y hueso.
—La Loba Roja… —susurraban—. La Ignarossa…
—La Llama la eligió…
—Ella es juicio y renacer…
Aeryn no escuchaba. Su mente estaba nublada por un cansancio creciente, un calor pulsante en su vientre, y la vibración constante de su vínculo con la tierra ancestral. Cada paso del caballo le parecía más pesado. A su lado, Sareth vigilaba en silencio, y Valzrum cerraba el puño cada vez que oía un nuevo murmullo de temor disfrazado de adoración.
Cuando cruzaron la última calle empedrada, la plaza central se abrió ante ellos.